“Había una vez un barco que debía recorrer la distancia entre Buenos Aires y París. En el barco, que podría haberse llamado 'El Provence', viaja un muchacho de unos veintitrés años que no habla francés y lleva unos pocos billetes en el bolsillo. Quizás atraiga algunas miradas con su andar patoso, su carácter tímido y algunos descuidados gestos de seductor. Quizás espere el momento en que alguien le dé discusión para presentarse como un poeta, pintor, encantador de serpientes o adivino. En las miradas encendidas que lanza a quienes lo escuchan, se filtra la duda: '¿Me irá bien?' Tal vez el muchacho, que responde al nombre de Alberto Greco, sonríe mientras siente expandirse en su pecho las primeras oleadas de una angustia difusa”.
Alberto Greco viaja por primera vez a París en junio de 1954. Atraviesa el océano con unos pocos francos y una carta de recomendación de Mujica Láinez para hospedarse en alguno de los cuartos de servicio de André Breton. Probablemente, Greco no intuye aún la larga hibernación que lo espera. El del 54 es el invierno más duro que se vivió en el país desde el final de la guerra. Ese año, las temperaturas glaciales congelaron el mar entre Dunkerque y Saint-Malo y condenaron a los franceses a un invierno sin fin.
Antes de su partida, Greco hizo correr el rumor de que había obtenido una beca del gobierno francés para continuar sus estudios en Francia. Consciente de la necesidad de convertir su nombre en una marca atractiva y vistosa, Greco difunde la novedad del viaje en “Noticias Gráficas”. En la entrevista que le hacen, explica que se van a París con Pepe Fernández “a cantar folklore con María Elena Walsh y Leda Valladares”. Entre sus pertenencias, lleva un cuaderno con un proyecto de novela que lleva por título “Las tías viejas” y que acabará extraviándose. Lleva también algunas artesanías norteñas: ponchos, mantas y máscaras que se propone venderles a los parisinos y otros turistas ávidos de exotismo.
Durante las primeras semanas, y sin poder dar con Breton, Greco se hospeda en un hotelito de la rue Saint-Jacques. Podemos imaginarlo recorriendo las calles de una ciudad que lo fascina, visitando galerías de arte y presentándose a los “marchands” como el más prometedor de los pintores latinoamericanos. Para subsistir, Greco pintaba las paredes de algunos cabarets de Pigalle, vendía sus dibujos en el Flore, el Deux Magots o la Coupole, e incluso trabajó en un taller de diseños de estampas para telas, algunos de los cuales serían utilizados por Christian Dior. Su primera exposición de “gouaches” tachistas e informalistas se inaugura en marzo de 1955 en la galería La Roue.
“Greco puto”
En París se inicia también una época de libertad sexual, marcada por la “caza” de tipos en bares y “boîtes” gays. En el “Cuaderno de Centurión”, donado por Adolfo Estrada al museo Reina Sofía, o en su mítica carta a Ernesto Schoo, Greco describe con humor negro algunas de sus conquistas. Lejos de la censura y de las medidas anti-homosexuales puestas en marcha por el peronismo, las pintadas “Greco Puto” que inscribe en los baños públicos de París pueden ser leídas como el santo y seña de su libertad recuperada. En sus diarios de París, Marta Minujín describe algunos de los antros y discotecas “gays” que frecuentaban y en los que ella cumplía el rol de “Celestina”: el Tabou, pero también L’Escale o la Candelaria, bares míticos frecuentados por los latinoamericanos de París.
“Es la historia de un amor”
En 1955 Greco conoce a Claudio Badal, un joven pintor chileno del que se enamora perdidamente. En su “Cuaderno de Centurión”, Greco escribe: “No quise preguntarles por C., quién era y qué hacía allí. Él continuaba como agitado, con toda la sangre en la cabeza, con los ojos tremendamente iluminados. Volví a mirarlo con asombro y le sonreí. Él también, luego me sostendría la mirada, sonriendo”.
Para justificar este amor platónico e idealizado, Greco cuenta, como un disco rayado, la misma anécdota: se había propuesto pintar una serie de retratos pero, una y otra vez, la imagen en la tela se alejaba de la del modelo. Pintaba, sin saberlo, el rostro de su ángel exterminador, un joven al que nunca había visto y que lo condenaría a buscarlo de ciudad en ciudad, sin garantías, para siempre. Greco se enamora, tal vez, menos de Claudio que del parecido con su retrato, creyendo descubrir en esa improbable semejanza una señal del destino.
París reloaded: 1962, primera exposición mundial de arte Vivo Dito
En el 62, París sigue siendo el meridiano de los amigos. Gracias a René Bertholo y Lourdes Castro, Greco colabora efímeramente con la revista “KWY” (1958-1973) en la que participan, entre otros, Christo, Jan Voss o los portugueses José Escada, Gonçalo Duarte y João Vieira.
Junto a Alberto Heredia, Greco realiza en marzo del 62 la “Primera Exposición de Arte Vivo” en las calles de París, firmando y rodeando con un círculo de tiza a personas, situaciones y cabezas de cordero degolladas. Poco después, enfundado en un cartel de “hombre sándwich”, asiste a la inauguración de una exposición en el Musée des Arts Décoratifs, donde conoce a Yves Klein. El cartel que Greco pasea por la exposición lleva inscrita la leyenda: “Alberto Greco, obra de arte fuera de catálogo”.
Mientras tanto, la materia prima de su próxima obra se mantiene atareada y olorosa en un armario de su estudio. Corriendo el riesgo de que su “concierge” lo eche por romper todas las reglas posibles de higiene y salubridad, lo que más lo angustia en sus horas de insomnio es la ratofagia. Si sigue así, sus “30 ratas de la nueva generación”, la instalación que planea montar para la muestra “Pablo Manes. Esculturas y 30 argentinos de la nueva generación”, organizada por Germaine Derbecq, se convertirá en algo así como “Unas pocas ratas sobrevivientes de la misma camada”. Solo en su minúscula “chambre” de rue Dauphine, Greco cuenta ratas hasta dormirse.
-Paula Klein escribió “La luz de una estrella muerta”, una ficción documentada sobre Alberto Greco y otros “argentinos de París”. (Mansalva)
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por Paula Klein
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