En las últimas horas, la Argentina se quedó sin árbitros. Ninguno de los tres poderes de la Nación quedó en condiciones de hacer valer su legitimidad para ponerle límites al resquebrajamiento social que -lógicamente- amenaza a cualquier país que se ve desbordado por un virus potencialmente letal y por el empobrecimiento integral de su vida económica. El Poder Ejecutivo viene cediendo su rol arbitral desde que Alberto Fernández perdió los estribos con las limitaciones de su cuarentena y, al mismo tiempo, se fue encerrando en un relato militante por las prioridades cristinistas. El Poder Judicial quedó paralizado por el ASPO, la espada de Damocles de la Reforma Judicial -formal e informal- y por el fuego cruzado del Lawfare a ambos lados de “la grieta”. Solo faltaba el Congreso, donde los chispazos entre oficialistas y opositores finalmente prendieron fuego el consenso mínimo para sesionar democráticamente: tan confuso fue todo que hasta el Presidente se mareó y dijo que no hubo sesión, confirmando sin querer la postura opositora.
El último rol arbitral que le quedaba al oficialismo, Sergio Massa, fue abducido por la dinámica del partidismo salvaje. Cristina Kirchner y Mauricio Macri también abandonaron el bajo perfil que mantuvieron hasta hace unos meses, un poco empujados por sus egos, pero otro tanto por el contexto de irritación colectiva. Elisa Carrió escupió el protector bucal del ecumenismo y salió a repartir piñas mediáticas por arriba y por debajo del cinturón reglamentario. Horacio Rodríguez Larreta fue descartado del escenario conciliador que había armado el albertismo durante los meses felices de la “cuarentena exitosa”: ahora que la sociedad se cansó de aplaudir mesías sanitarios y solo busca culpables de su padecer cotidiano, Cristina y Alberto le tiran cascotazos al alcalde porteño. Por porteño y por macrista asintomático.
Todo se ideologiza a ritmo viral. Incluso la prensa, la nueva y la vieja, patina en su tarima de “cuarto poder”, atrapada en un discurso binario cada día más ajustado, porque el torniquete extorsivo no solo se anuda por el mandato de grandes patrocinadores sino también por la demanda histérica de las audiencias ciber-empoderadas. Los hechos han perdido su carácter fáctico: se están degradando en memes que simplemente refuerzan tomas de posición obligatoria. Todo es decible, porque lo dicho ya no importa, apenas impacta: y eso es lo que importa.
“Cuanto peor, mejor” es un viejo latiguillo revolucionario, importado de la vieja Rusia inflamable. La pregunta en la Argentina de estos días es ¿mejor para quién?. A juzgar por la intolerancia que reina en la opinión pública, pareciera que fuera mejor para todos. Sin árbitros, cada cual se acomoda a sus propias reglas de ocasión: un viejo anhelo argentino hecho tenebrosamente realidad.
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