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OPINIóN | 29-10-2020 12:02

Por qué la pareja no es pacto sino conflicto

En los vínculos amorosos nada es lo que parece: ni el compromiso, ni la indiferencia, ni la infidelidad. Cómo se modifican las relaciones en el contexto social actual.

“Cada pareja es un mundo” es una expresión conocida. Muestra lo impenetrable de la intimidad. Todos conocemos relaciones que, por ejemplo, socialmente funcionan de un modo y, luego, son diferentes puertas adentro. Todos las conocemos, porque todas son así.

Para hacer el pasaje a lo público, una pareja tiene que reprimir su intimidad. Las parejas más armónicas en sociedad suelen ser más disfuncionales a solas. Por ejemplo, aquellas de las que después se dice: “¿Cómo se separaron, si eran una pareja tan linda?”.

Por otro lado, “disfuncional” no es algo patológico, sino que remite al pacto inconsciente que puede unir a dos personas. En realidad, todo lo que une a dos personas es “patológico” (del griego pathos, pasión). En varones y mujeres hay dos movimientos que se imponen a la hora de armar lazo: para ellos, erotizar el compromiso; para ellas, no deserotizarse después de comprometerse. Ambos movimientos tienen su reflejo en conductas sociales, pero su raíz es edípica (es decir, social también) en función de la resignificación del incesto a partir de la pareja: para el varón, el vínculo exclusivo con una mujer reedita la captura materna; para la mujer, el placer en la pareja confronta culposamente con la envidia de la madre. Por eso, para entender cómo alguien arma lazos de pareja, hay que analizar lo materno.

 

pareja sexo

 

Hay una escena que escuché en diversas parejas: en medio de la noche, ella se despierta por el avance sexual de su compañero, quien, al día siguiente, nada recuerda. “¿Cómo me agarraste anoche?”, dice ella ante un mirada extrañada; “¿Quién, yo?”, porque, en efecto, la pregunta es respecto de cuál es el sujeto de ese acto. Incluso algunas mujeres cuentan que si los rechazan en ese momento, no pasa nada, siguen durmiendo; y ellos cuentan que de lo único que pueden dar fe es del relato de su compañera, porque ni siquiera recuerdan haber tenido un sueño erótico. Es como si irrumpiera un deseo puro, cuyo sujeto aparece después (como suele ocurrir con el sujeto) en el extrañamiento, quizá también en la culpa. “¿Seré un abusador y no lo sé?”, se preguntaba un hombre una vez. No recuerdo haber escuchado nunca a una mujer en la que la sexualidad irrumpiera de esa forma nocturna. Creo que esta situación que, como dije, me comentaron miles de veces y, tal vez, sea parte del análisis de todo varón, muestra cómo el deseo para este es una fuerza que lo precede y lo pasiviza, es decir, varón es quien padece el deseo masculino.

En una pareja hay dos escenas típicas en torno a la infidelidad. Uno empieza a notar que el otro se comporta de manera especialmente atenta, no es usual que esté de tan buen humor, menos el uso de la ternura fuera de contexto (por ejemplo, en un ascensor ante la mirada de otros). Entonces ese uno pregunta: “¿Vos me estás engañando, no?”, en base a la lectura espontánea de esos indicadores de un enamoramiento artificial; y quizá sea cierto, lo clásico es: la culpa se compensa con ese extremo cuidado y permite desplazar hacia la pareja el cariño que se reprime con el amante, es decir, en el inconsciente la infidelidad no es sexual sino respecto de lo tierno. Por eso muchas personas cuando son descubiertas en un acto infiel dicen “Esto no es lo que parece”, como un modo de decir “Es solo sexo, acá no hay intimidad”.

Sin embargo, hay otra circunstancia que interesa para pensar la infidelidad: otro modo de tramitar la culpa ya no es con la compensación amorosa, sino a través de la indiferencia que produce hostilidad en el otro; o bien un reforzamiento superyoico (como forma de disociación de la culpa) que le marca al otro detalles, que hace que este le diga “Estás insoportable” y, por esta vía, descarga de manera indirecta su castigo sobre el culpable, lo que produce alivio y tranquilidad. Esta manera de “hacerse retar” es menos corriente, pero no menos típica.

La pareja es conflicto. Solo a través de las peleas que toca atravesar, una relación se consolida. Hay dos tipos de conflictos: los que se repiten y los que se transforman. La salud es que un conflicto se transforme en otro. Cuando pasan los años y una pareja se pelea por lo mismo, casi con la sensación de actuar un guión, se trata de una fantasía. La inercia es el rasgo propio de lo psíquico y en la fantasía de pareja se establece una soldadura. Por ejemplo, una pareja típica: ella lo admira, como una forma de recuperar la imagen de padre ideal, que la protege de la culpa hacia la madre, mientras que él es un narcisista que la maltrata, pero que al mismo tiempo la necesita para sostener su autoestima, porque fuera de la relación es un sometido; entonces un día se separan por un tiempo y, después de varias relaciones frustradas en las que siguen pensando cada uno en el otro, vuelven a verse y ella puede encarnar el lugar de la madre castradora, que excita el deseo de él que, a partir de entonces, desviará su agresión hacia afuera, modificando su masoquismo social. Es un clásico. Muchos argumentos de Hollywood funcionaron así, porque así es la vida también. Por eso la agresión (que no es la violencia) es parte de los conflictos que tiene que atravesar una pareja y, muchas veces, el tiempo que dos personas pasan separados es una instancia de elaboración.

 

Parejas separadas

Tengo un amigo que, en chiste, suele decir que el matrimonio es “cosa del pasado”, una institución que solo era viable en una sociedad en la que la expectativa de vida rondaba los 50 años. Hoy en día, cuando las personas viven hasta casi 90 años –sigue diciendo mi amigo– quedan dos opciones: casarse después de los 40 (un fenómeno en ascenso), separarse a los 40 (un fenómeno habitual también). Mi amigo dice en broma que también está la solución tradicional de la viudez, pero que una pareja que cumpla 70 años juntos es una barbaridad del mundo civilizado. (...)

 

poliamor

 

Un temor muy frecuente en algunos varones hoy en día es que sus mujeres los dejen. Por eso se auto-definen como “inseguros”. Así es que se enojan con el feminismo y la liberación femenina, pero esto no es lo esencial sino la fantasía subyacente: que alguien te puede dejar por otra persona, que somos intercambiables. Hace un tiempo escuchaba a (Graciela) Borges en una entrevista decir: “Una mujer nunca deja si no la dejaron antes”. Es una idea muy clínica, que explica también el saber popular que dice que las mujeres hacen el duelo durante las relaciones. En ese sentido, el temor de los varones está justificado, solo que es reactivo: ellas pueden dejarlos, porque ellos las dejaron antes, por ejemplo, cuando no les prestaron atención o no las escucharon. Así la inseguridad no es un rasgo de carácter, sino un autorreproche encubierto y la idea de ser dejado por otra persona es un castigo fantaseado. Este temor a veces se expresa en otra fantasía: que si la relación se consolida, entonces se van a aburrir, el sexo se volverá monótono, el deseo se perderá. Y sin duda eso puede pasar (y suele pasar), pero ¿es solo un deseo sexual lo que un varón puede darle a una mujer? Esa fantasía es la mejor forma de dejarla.

La pareja no es pacto, sino conflicto. Cuando en una pareja surge el pacto, ahí ya hay separación. Muchas parejas se van separando mientras están juntos. Un pacto muy común en parejas separadas, sobre todo cuando hay hijos de por medio, es que cada uno haga su vida mientras el otro no se entere. Esto que parecía una condición de ciertos matrimonios de otro tiempo que, por ejemplo, dejaban de dormir juntos o de vivir en la misma casa, pero nunca tramitaban el divorcio, es –aunque sorprende– una dimensión también presente en parejas que hoy tienen alrededor de 40-50. Son “parejas separadas”, que es un modo también de estar en pareja; por ejemplo, con un ex que participa de la vida cotidiana, con el/la que está todo bien, mientras que no sepa que está en otra pareja. Pacto de silencio, para estar juntos, pero separados. Separación física, que permite que cada uno administre sus tiempos, su vida erótica, etc., pero sin separación psíquica. Hace un tiempo una pareja me decía en una entrevista, una y otra vez, “desde que nos separamos” y era tan insistente esa expresión, que confirma su carácter contrario: estar separados era la mejor manera que habían encontrado para estar juntos.

Por eso no estoy de acuerdo con la perspectiva que piensa las relaciones humanas en términos de contrato, acuerdo, etc.; para mí lo que une es el deseo y el deseo es conflicto y hay diversas maneras de posicionarse ante el conflicto, más o menos sintomáticas, pero, en fin, todas productivas en cierta medida. El contrato, el pacto, el acuerdo, son modos de separación y lo notable es que, así como muchas personas hicieron de la posición de “soltero” una forma exitosa de rechazar la interpelación del otro, ahora me llama la atención la auto-definición de quienes se llaman “separados” a sí mismos. Es toda una posición.

 

El amor nos va a separar

A veces pensamos que las parejas que se pelean se quieren separar, pero nada une tanto como la pelea y el amor, en cambio, el amor siempre separa, lo que se comprueba en cómo muchas relaciones necesitan la distancia para reencontrarse, en la manera en que el pegoteo vincular es lo menos amoroso del mundo.

Entre una relación y otra, hay infinitas relaciones. Esas relaciones son múltiples y diferentes entre sí. Una de ellas es un tipo de relación egoísta, que es parte del duelo de una relación anterior y que consiste en reproducir ese vínculo anterior de manera invertida: quien amó mucho, en este tipo de casos, no puede olvidar a quien amó y, en ese contexto de tristeza, empieza a salir con alguien, aunque sin engancharse, mientras que el otro se engancha y comienza a amarlo mucho. Así se cierra el duelo en esta coyuntura: quien amó, advierte que quien lo dejó no es porque no lo quería, sino porque no estaba en condiciones de sostener la relación por un duelo previo. Lo advierte porque es lo que le ocurre en la nueva relación. Todo el circuito se sostiene en una identificación: ahora entiende que el otro no pudo sostener la relación, porque es lo que le pasa en esta relación. Así logra dar fin a la tristeza: porque ya no se siente no amado (sentirse no amado impide hacer un duelo), sino que puede tomar otro lugar, para una nueva relación en lugar de reproducir la anterior. Las relaciones son un contrapunto constante entre Narciso y Eros.

 

Amor después de los 40

 

Entre dos relaciones eróticas, hay infinitas relaciones narcisistas, que pasan el duelo de mano en mano. Esto que parece tan difícil de explicar, es lo que se cuenta en “If I fell” de Los Beatles y en ese verso hermoso de “Sin gamulán” (de Andrés Calamaro) al que presté atención por primera vez cuando una paciente me lo hizo notar y que dice: “Me habrás dejado, resulta extraño, porque a mi lado, no has estado jamás”.

A propósito de canciones, hay una de Jorge Drexler que tiene un verso que me hizo pensar: “Perderme, por lo que yo vi te rejuvenece”. Remite al hecho habitual en que, después de una separación, las mujeres suelen ponerse muy lindas. Eso dice el sentido común y Freud estaría de acuerdo: lo explicaría a través de la identificación que, tras la pérdida, hace que alguien asuma ciertos rasgos del otro. En particular, varones suelen quejarse de que ellas están mejor. Lo cierto es que esa supuesta mejoría se basa en que, identificadas con ellos, se convierten en dobles espec(tac)ulares que pueden admirar: en la pérdida, el varón se ama a sí mismo en la nostalgia, por eso se vuelve celoso (quizá como nunca antes lo fue). Ejemplos abundan: todos nos hemos llevado de una relación cosas que antes no nos gustaban, un par de discos, algunas ideas que pasaron a ser parte del núcleo más íntimo de nuestra identidad. Por eso me gusta que Drexler no hable de lo que él pierde, sino de lo que su pérdida representa para el otro y el fastidio de que ella opte por ese tratamiento del dolor que es la identificación. Ahí no hay duelo, sino melancolía. Y nada rejuvenece ni hace más hermosa a ciertas personas que su inclinación a la tristeza.

Hace poco me acuerdo que hablaba con un varón que se había separado y me decía que estaba bastante bien; le pregunté entonces de qué lado de la cama dormía ahora: del de ella. Resolver una pérdida a través de la identificación es el camino inmediato. También existe el camino inverso: la identificación que produce pérdida de vínculos, como ocurre en aquellas personas medio freaks que entablan una amistad que se vuelve fusional y que, como vampiros, asumen los rasgos del otro hasta que desaparecen. Es un tipo de falsa identidad muy común en nuestra época, proclive a las imitaciones y a que quienes se identifican con otros no lo hagan desde un amor cuya deuda puedan reconocer, sino para dejar de amar. Es decir, hoy por hoy casi nadie quiere amar, aunque digan lo contrario. Es muy común que empiecen a amar, se asusten y se identifiquen como una manera de interrumpir el lazo amoroso. No es raro ver casos así en el consultorio: personalidades que fagocitan a los demás, no se entregan, toman del otro lo que les sirve y se van. Esta posición es muy frecuente, sobre todo entre varones en el mundo intelectual; por su horror a la pasividad, pocos pueden amar a otro sin transformar ese amor en un cliché, en una copia grosera. Es triste.

Lo último que me interesa de la canción de Drexler es el conflicto que se expresa en la frase “por lo que yo vi”, que aparece cuando ya no es posible volver a verse, esa visión en pasado, perdida, que muestra que más que un amor lo que se perdió fue la mirada, la causa de un deseo de ver que, por lo visto, es difícil duelar. La mayoría de las veces una persona se separa de otra no porque ya no la quiera, sino porque ya no quiere ser quien tiene que ser para poder quererla. Los motivos narcisistas son más fuertes que los motivos eróticos en una separación. Qué distinto habría sido todo si Freud, entre las transformaciones del amor hubiera agregado, junto al odio y la indiferencia, el amor después del amor. (...)

 

La infidelidad

 La infidelidad es uno de los temas más problemáticos en una relación de pareja. La relación monogámica implica un pacto de exclusividad. Sin embargo, como dice la frase popular, “hecha la ley, hecha la trampa”. Es curioso que se nombre “salir de trampa” al encuentro furtivo entre dos amantes. Porque no queda claro si el que sale de trampa será un cazador o la presa. Asimismo, incluso es llamativo que se llame “amantes” a quienes se encuentran por fuera de una relación matrimonial. Porque, salvo excepciones, esos encuentros suelen implicar algún tipo de decepción.

Por cierto, cabría aquí hacer muchísimas distinciones; por ejemplo, no es lo mismo quien sostiene una relación continua con otra persona, que la situación ocasional en que se condesciende meramente al goce sexual. Aunque sea doloroso plantearlo en estos términos, no es poco frecuente que alguien inicie una relación “paralela” durante cierto tiempo hasta que esta “nueva” relación conduce al sepultamiento de la anterior. No creo que se deba conservar el nombre de infidelidad para estos casos. Por eso me refiero en estas líneas a la infidelidad entendida en el segundo sentido planteado, es decir, a la coyuntura en que alguien mantiene una relación sexual con otra persona, a expensas del compromiso que lo une con su pareja, y en la que no se incluye ningún componente emocional.

“No sé por qué lo hice” es lo que muchas veces suelen decir los pacientes varones que pasan por situaciones semejantes. Y a veces arguyen que podría tratarse del deseo de sentirse hombres, que “todavía pueden” (de acuerdo con el título de un espectáculo de Cacho Castaña, que recuerda que siempre se alardea de lo que se carece). No obstante, en las mujeres se encuentra a veces el mismo argumento, sumado a una descripción de la pérdida de erotismo en su relación, y la falta de remedio al sucumbir al “sentirse deseada”.

 

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Ahora bien, ni para un caso ni para el otro pareciera que la perspectiva de género ofrezca demasiadas respuestas, ya que la infidelidad en estos casos suele presentarse como algo inmotivado. Y esa falta de motivos suele llevar a que el traidor (porque la infidelidad en este punto es un asunto de traición) deje alguna pista para ser descubierto. Esa pista puede ser tan sutil, como para motivar que el otro decida revisar su celular. En última instancia, lo importante es que aquí encontramos un factor crucial: la asociación entre infidelidad y sentimiento de culpa.

Desde la perspectiva freudiana, la infidelidad podría explicarse de una manera general. En una de sus “Contribuciones a la psicología del amor” (1910) Freud hablaba de la división del deseo en el varón, orientado por un lado hacia el amor materno y, por otro lado, hacia el erotismo de la mujer degradada. Por esta vía, al perder incentivo su relación de pareja, el deseo por otra mujer aparece como una suerte de compensación. No obstante, esta consideración es demasiado amplia.

Quien sí entrevió un aspecto más profundo de este fenómeno fue Melanie Klein, cuando en su ensayo “Amor, culpa y reparación” (1937) advirtió que la infidelidad es corriente como una manera de reducir la dependencia que se siente ante la persona que se ama. De esta manera, es una suerte de venganza hacia el otro, para desasirse de algún modo del, como dice la canción de Los redonditos, “maldito amor que tanto miedo da”. De acuerdo con esta explicación, se entiende por qué ese lazo íntimo entre infidelidad y culpa, ya que esta viene a ser una forma de reducir el deseo agresivo hacia el otro, una manera de poner a prueba su amor (a través del perdón).

La explicación de Klein es más comprensiva que la de Freud. Incluso conduce a un resultado clínicamente atractivo: nadie es infiel por deseo, sino por cobardía moral, por torpeza e inseguridad. Sin embargo, resta un aspecto que debe ser esclarecido. Me refiero al componente de traición que la infidelidad conlleva. La venganza puede reconducirse a una relación dual como la que propone Klein, pero la traición supone el desafío de una ley que implica una “terceridad”. Para entender este matiz es preciso recurrir al psicoanálisis de Lacan.

En la traición no solo se expresa un deseo agresivo hacia otro, sino que se cancela el pacto que, como instancia tercera, unía a dos personas. Por eso la infidelidad duele tanto, ya que se pone en cuestión la posibilidad misma de la relación. Una infidelidad nunca es algo que acontece como síntoma de una relación, sino que más allá de cualquier motivo, es el síntoma del fin de una relación. Es una trampa. Lacan decía que lo que no está prohibido se vuelve obligatorio. Quizá por eso la infidelidad sea un modo tan frecuente de terminar con una relación, cuando no hay otro modo más maduro de hacerlo. Solo por derivación se habla de la infidelidad como algo que implica un deseo “prohibido” (en este aspecto, la vida no es una canción del cuartetero Rodrigo). Por el contrario, en la infidelidad se hace de la prohibición una estrategia para sostener un deseo artificial y, en última instancia, decepcionante.

 

Luciano Lutereau es psicoanalista, doctor en Filosofía y Psicología. “El fin de la masculinidad. Cómo amar en el siglo XXI” (Paidós).

 

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