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POLíTICA | 24-08-2022 13:30

Alberto Fernández y la resistencia al ostracismo

Un relegado Presidente. Las dudas 2023 y el miedo a delarruizarse. Bronca e intento de recuperar el poder. El problema del albertismo.

Sergio Massa es grande. Mide, exactamente, un metro y ochenta y tres centímetros. En la foto, sin embargo, parece mucho más alto, un gigante, casi tan largo como la sonrisa que tiene pegada en la cara. Pero la confusión no se trata de un truco de Photoshop, sino que se da por un fenómeno mucho más antiguo que los efectos especiales: es el golpe de magia que genera tener y ejercer el poder.

Cuando Alberto Fernández vio la imagen, que sacó el fotógrafo Franco Fafasuli y que se viralizó en las redes y en todas las capas del círculo rojo, le entró una sensación que a esta altura ya es una inquilina más de la Quinta de Olivos, una mezcla entre bronca, impotencia y resignación. “¿Pero ustedes me vieron, no?”, dijo el Presidente en voz alta, a sus interlocutores de ocasión, “vieron que bajé a saludarla a Batakis, que había llegado tarde al acto y no la había podido cruzar antes, no es que me fui solo como un pelotudo”. Es que la foto retrataba a un agrandado Massa, segundos después de jurar como el nuevo ministro de Economía, que se quedaba con el monopolio del escenario mientras que el Presidente descendía por un costado, cabizbajo y sin ninguna compañía. En la imagen, además, se veían como todas las cabezas y las cámaras apuntaban al tigrense. Nadie miraba al que, al menos en los papeles, es la cabeza máxima del Poder Ejecutivo.

El efecto mágico que hizo parecer a Massa aún más alto de lo que es termina siendo exactamente el mismo que afecta, en el sentido inverso, a Fernández. Aunque lo que decía Alberto era cierto -la saliente ministra había llegado al Museo del Bicentenario con el acto ya arrancado, y Fernández se apuró en bajar del escenario para intercambiar unas palabras con ella-, hay un estadio de la pérdida del poder donde pasa a importar muy poco lo que es real y lo que no. Cuando la sociedad -y el propio Gobierno- empieza a ver al rey desnudo es muy difícil volver a imaginarlo vestido y sentado en el trono. El último revoleo de ministros, que culminó con la llegada de Massa, dejó antes que todo una conclusión: Alberto se transformó en un Presidente jibarizado.

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Qué desencuentro. Es verdad que el debate sobre la autoridad y la presencia de Fernández dentro de la coalición no es nuevo. Existe desde el minuto mismo en que Cristina Kirchner publicó en sus redes el video de la candidatura, por la extraña combinación que se dio entre un Presidente sin votos acompañado de una vicepresidenta que los tiene casi todos. Pero esa vieja pulseada, que apareció tanto puertas para adentro como para afuera, parecería hoy estar a punto de resolverse. Y la moneda no está por caer del lado de Alberto.

Trazar el momento exacto en que la balanza terminó de inclinarse será una tarea para los historiadores del futuro. En el círculo albertista se repetía, en los últimos días, una historia que contiene dos capítulos, que para muchos significó el parteaguas último en el declive de la investidura presidencial.

La primera parte data del fin de semana de la renuncia de Martín Guzmán, cuando Alberto resistió a la propuesta de CFK de un Gabinete alternativo que mantenía las formas pero que suponía dejar ir a su histórico amigo, el ministro de Trabajo Claudio Moroni, al que los K detestan. La segunda es sobre lo que ocurrió tres semanas después. Ahí la vicepresidenta visitó a Fernández en Olivos -una reunión que existió y que fue clave para el futuro de la coalición, a pesar de que luego Presidencia la negó-, y entre ambos terminaron de delinear la llegada de Massa al ministerio de Economía. “Alberto fue el primero en proponerle a Sergio, tanto cuando se fue Kulfas como cuando se fue Guzmán, el cargo. Pero después no quiso aceptar lo que proponía Cristina para no echar a Moroni, y terminó llegando exactamente al mismo lugar pero perdiendo en el medio mucho poder. Es una lástima”, se lamentaba uno de su entorno. Es una tesis muy repetida en el círculo presidencial: de que lo que ocurre cuenta con la venia y hasta el planeamiento de Alberto, pero que está todo tan mal manejado, principalmente por él, que lo hace quedar relegado del centro del escenario.

A contramano de la imagen más repetida que se tiene hoy del Presidente, golpeado y disociado de la realidad, es él mismo el primero en ser consciente del precario lugar en el que se encuentra atrapado. Es una realidad que lo persigue como el fantasma de las navidades pasadas y que, según el día y el humor, lo entretistece o lo enoja. Cuando ocurre lo primero, Alberto se recuesta sobre su círculo político más íntimo. Manda mensajes, hace invitaciones, consulta sobre los pasos a seguir, pide opiniones, escucha y reflexiona. Son momentos sensibles en que sus amigos ni siquiera se animan a gastarlo por las derrotas al hilo que viene encadenando el equipo del que es fanático, Argentinos Juniors. En general, este fue el clima que predominó en los días posteriores a que llegara a los medios el inminente arribo de Massa al ministerio. Fernández sabía que la lectura que se iba a hacer era la del Presidente vaciado de poder. Los que hablaron con él el fin de semana previo a la asunción del tigrense dicen que lo encontraron “deprimido”.

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La otra cara de este estado de ánimo, como quien niega un duelo, es la proactividad exagerada, que Fernández mezcla con algo de bronca. Es la que lo llevó a decir, para desconcierto de los casi mil presentes a la jura, que él “había convocado” a Massa para el puesto. Aunque, como se contó recién, el Presidente le había ofrecido ese cargo un mes atrás, nadie en ese momento en el Museo del Bicentenario se creyó la versión oficial. También el desplazamiento de Claudio Lozano como director del Banco Nación fue un intento de dar un golpe sobre la mesa. Ese movimiento venía siendo pedido a viva voz por casi toda la coalición desde hace mucho -las constantes críticas del ex funcionario hacia el propio Gobierno que integraba molestaban a todos-, y en particular por Silvina Batakis desde que el Presidente le ofreció la presidencia de esa entidad. Pero el Presidente recién aceleró en la noche del martes 9, y se cargó a uno de los socios más débiles del oficialismo. Era, más que una decisión estratégica sobre el rumbo del Gobierno, una señal de empoderamiento de Alberto. Quería envíar el mensaje de que aún no lo han vencido.

Futuro. En estos días hay un miedo que habita en Alberto y varios de su círculo. Es el temor a caer en la comparación con De la Rúa. Desde que el entonces Presidente patinó en el programa de Tinelli nunca se lo volvió a percibir como alguien con autoridad ni serio, más allá de sus capacidades reales. “Nos están haciendo quedar como él”, se lamenta un hombre de su círculo. La idea del Alberto ridiculizado no sólo enoja al protagonista, sino que además despierta grandes incógnitas sobre cómo escapar de este fantasma.

El otro tema que genera preocupación es sobre el posicionamiento frente a las elecciones del 2023. Aunque al Presidente le suelen asaltar rabietas, en las que jura que de mínima irá a competir en las PASO, hay momentos en los que baja la guardia y admite el intríngulis en el que se encuentra. De ahí nace la duda. “Es que si me lo preguntan no puedo no decir que voy a ir a competir, imaginate como seguiría de acá hasta que termine el mandato si no”, es una frase que suele usar para explicar el debate. Es el temor al síndrome del pato rengo.

De cualquier manera, salvo sus más íntimos, todo el resto de la coalición piensa que, en el mejor de los casos y si la economía logra el milagro de mejorar, como mucho Alberto tendrá la suerte de colocarle la banda presidencial a otro integrante del Frente de Todos.

Con amigos así. Hay una anécdota que se le atribuye a Napoleón y que se suele usar para explicar la política moderna. Narra una cena a la que asistió el entonces Emperador, para la que le habían preparado una silla en una de las cabeceras de la mesa. Pero, para sorpresa de todos, cuando Bonaparte llegó se sentó en uno de los costados. Cuando le preguntaron por qué no ocupaba una de las puntas, como mandaba el protocolo, dejó una frase para la historia: “La cabecera está donde yo me siente”.

La postal que dejó Alberto Fernández en el primer acto que compartió con el Massa ministro, al día siguiente de su jura, fue exactamente lo contrario a lo que postulaba Napoléon. En una imagen que hizo circular el propio equipo de Presidencia -y que, puertas para adentro, desató un vendaval de críticas hacia la portavoz, Gabriela Cerruti, la responsable de ese equipo-, se mostraba al Presidente en una charla en el tren que lo estaba llevando a él, a Massa y a varios funcionarios más al evento en Santa Fe, el viernes 5. La imagen, que ilustra esta nota, no necesita de mucha más descripción: Fernández parece un actor secundario de la escena, y la cabecera, diría Bonaparte, está donde se sentó Massa.

“Alberto se manda mil mocos, eso es verdad, pero los que están en el día a día con él no lo cuidan”, se queja un funcionario que responde al Presidente. La tesis, cada vez más extendida, de que el propio albertismo le complica la vida a Alberto tiene un chequeo fácil con la realidad: los últimos grandes golpes que sufrió su autoridad sucedieron cuando Kulfas y Guzmán abandonaron sus puestos, sobre todo el segundo. “Los defendió a capa y espada desde que arrancamos y ellos lo dejaron muy expuesto”, dice el mismo hombre, que apunta a que el mandatario construyó una relación tóxica con su círculo. Está claro que esta lectura excluye el asedio cotidiano que recibieron ambos, y otros tantos que dejaron el Gobierno, de parte de la tropa K, pero no por eso deja de ser cierto que la construcción del Presidente jibarizado se coronó con la apurada salida de Guzmán.

Quizás habría que preguntarse también cuánto de la defensa que hacía Alberto a los otrora albertistas no era, en verdad, una defensa a sí mismo y a su disputada autoridad. Si defender a Guzmán y a Kulfas era defenderse él -por lo que la tensión con la otra parte del oficialismo estaba destinada a ser inevitable-, hay que aceptar que los caminos necesariamente eran dos y sólo dos: romper con los críticos y empoderarse o dejar que sus aliados se cansen y lo abandonen, limando su imagen hasta convertirlo en un Presidente decorativo. Ya se sabe como terminó la historia.

“Para liderar el espacio yo tendría que haberme peleado con Cristina”, es una conclusión que a veces comparte Alberto en la intimidad, una frase que explica por sí misma el problema y el barro en el que está atrapado. Entonces, la jaula en la que se encerró el Presidente esconde una realidad mucho más profunda: es que los barrotes los construyó él. Si dejó o no una puerta para escapar es por ahora un misterio.

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Juan Luis González

Juan Luis González

Periodista de política.

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