Si Jair Bolsonaro no pudiera completar su mandato, no sería por acciones de la oposición, sino por sus propias acciones. A sus opositores no les hace falta actuar, porque nada es más eficaz para destruir la autoridad presidencial que este presidente. Como decía Napoleón, no se debe “interrumpir al enemigo cuando está cometiendo un error”. Y el jefe del Planalto se dedica a cometer errores. Está cometiendo la más larga lista de errores jamás vista en un gobernante brasileño.
La razón principal de que el Partido de los Trabajadores (PT) haya sumado su pedido de juicio político a los que se amontonan en el Congreso, es dejar constancia de que tiene conciencia del desastre.
Por cierto, no es que Lula descarte la destitución en un impeachment. Lo que está viendo es que hay un camino más adecuado para llegar al juicio político en estas circunstancias: que sea investigado por el Supremo Tribunal Federal (STF). Esa es la vía que habilitó Sergio Moro con la acusación que presentó al renunciar y que, en el escenario de la pandemia, puede ser más expeditiva que el impeachment por pedido de los partidos políticos.
El hecho de que sea aún reciente el proceso que destituyó a Dilma Rousseff alegando un delito fiscal sobre la base de que el Tribunal de Cuentas había reprobado los balances de 2014, sumado a la crisis sanitaria por el Covid19, desaconsejan el camino tradicional para el juicio político. En cambio, si los jueces supremos lo encuentran culpable de haber intentado interferir en las investigaciones de la Policía Federal a sus hijos, la Cámara de Diputados tendrá una razón contundente para aprobar con dos tercios de sus miembros la suspensión del presidente por 180 días, durante los cuales realizará el impeachment.
Las evidentes motivaciones de Bolsonaro para querer destituir al titular de la Policía Federal Mauricio Valeixo y las pruebas que demostrarían su intención de interferir en las investigaciones sobre operaciones de difamación contra jueces y gobernadores, serían el instrumento del STF para llegar a la destitución. Pero la principal motivación de los jueces supremos (al menos del decano del STF, Celso de Mello, y de otro de sus miembros notables, Gilmar Méndez) es que Bolsonaro no sólo ha impedido una estrategia nacional que coordine la acción de los gobiernos estaduales contra el virus; también ha saboteado sistemáticamente la cuarentena, el distanciamiento social, el distanciamiento físico y demás iniciativas para evitar que el sistema sanitario colapse por una vertiginosa expansión de los contagios.
Gilmar Méndez advirtió que el presidente se aproxima a “políticas públicas de carácter genocida”. Por eso el Poder Judicial integra la ofensiva contra Bolsonaro. En esa ofensiva, el STF merodeó los confines de la institucionalidad, prohibiéndole al presidente destituciones y nombramientos que estarían dentro de sus atribuciones.
La justificación de los jueces supremos está en la actitud neroniana del mandatario. Encabezar apretadas manifestaciones que reclaman golpes de Estado contra los poderes Legislativo y Judicial, sabotear de muchas maneras las políticas sanitarias de los estados para aplanar las curvas de contagio, además de enarbolar teorías conspirativas delirantes, lo muestran como un peligro público a conjurar.
Altos miembros del Poder Judicial y buena parte de la dirigencia conservadora ven en Bolsonaro desequilibrios cuyas consecuencias evocan a Nerón, el hijo de Agripina que imperó sobre los romanos en el siglo I AC.
Si algo faltaba para consolidar esa sensación, llegó la caída de dos ministros de Salud en plena crisis sanitaria. Tanto la destitución de Luiz Henrique Mandetta como la renuncia de Nelson Teich, su sucesor, corroboran que la gestión de la pandemia que hace Bolsonaro consiste en no gestionar la pandemia.
El presidente no quiere llevar Brasil a una “nueva normalidad”, sino reimponer la normalidad previa a la irrupción del Covid19.
Cuando intentó por primera vez destituir a Mandetta, una espontánea entente de jueces supremos, algunos funcionarios del gobierno y los presidentes de ambas cámaras del Congreso se lo impidieron, generando una situación anómala.
En la disputa entre el presidente y su ministro de Salud que actuaba desobedeciendo las directivas del Poder Ejecutivo, la razón estaba del lado del ministro. El problema es institucional: un jefe de Estado tiene derecho a despedir a un funcionario si se insubordina.
La continuidad de Mandetta implicó, de hecho, un golpe contra la autoridad presidencial. Esa situación no podía perdurar. Pero la salida de la anomalía fue negociada. Se le permitió a Bolsonaro cambiar al ministro de Salud, pero su reemplazante no podía ser un enemigo de la cuarentena y el distanciamiento social, como el presidente, sino ser favorable a las políticas de contención de la pandemia como el funcionario desplazado.
El oncólogo Nelson Teich tenía esas condiciones. Y en apenas un puñado de días quedó enfrentado a Bolsonaro por rechazar la reapertura de gimnasios, peluquerías y salones de belleza decretada por el jefe de Estado; así como por rechazar el uso masivo de la cloroquina que los laboratorios del Ejército empezaron a producir en gran escala el 23 de marzo.
El presidente quiere que la cloroquina reporte al Ejército las oceánicas ganancias que podrían reportar si su uso contra el coronavirus fuese indiscriminado.
Teich se negaba a autorizar el uso de cloroquina más allá de los pacientes en grave estado, por ende las arcas públicas tendrían pérdidas que ni Bolsonaro ni su ministro de Economía, Paulo Guedes, quieren asumir. El hecho es que, antes de cumplir un mes en el cargo, renunció el segundo ministro de Salud.
Como por el acuerdo implícito de reemplazo de Mandetta no podía expulsar al aún flamante ministro, Bolsonaro aisló al Ministerio de Salud imponiendo por decreto decisiones con probables efectos negativos en la curva de contagios.
Entendiendo la jugada del presidente y también dejándola a la vista, Teich renunció.
En el peor momento de una crisis sanitaria, Bolsonaro obstruye nada menos que al Ministerio de Salud. En un puñado de días pierde a dos ministros estratégicos para lidiar con la pandemia y al ministro que le allanó el camino hacia la presidencia. Perder a Sergio Moro no sólo fue negligente por la cuota de credibilidad que, con lógica o sin ella, le aportaba a su opaco gobierno. También porque implicó enviarle al bando enemigo el tirador que tiene la bala de plata.
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