Nacida en vida de Néstor Kirchner como la identidad que reunía a los hijos del poder, voraces y consentidos, la derrota de 2015 y la intemperie que sobrevino la obligaron a mutar hacia una política de mayor cautela con el objetivo de no dañar la coalición oficialista ni delatar una ambición desmedida. Todos esos años les habían servido a La Cámpora para hacer un aprendizaje propio y para relacionarse de una manera distinta con otros actores. Incómodos con la palabra “madurar”, sus integrantes decían que la experiencia había sido útil para “evolucionar”. Pero había algo que parecía nítido: se buscaba hacer el mayor esfuerzo para evitar que los acusaran de atentar contra el Frente de Todos y favorecer una ruptura prematura. Ese límite autoimpuesto no impidió dos constantes que se repitieron en 2020: que el resto de las organizaciones que integran el arco oficialista la siguieran viendo igual de voraz y que, ante cada funcionario que cae, surja enseguida un nombre de La Cámpora como potencial reemplazante.
Los jefes de La Cámpora trabajan contra “el peligro de la antipolítica”. Son más un dique de contención que una amenaza. Elocuente, el desplazamiento hacia el centro de la agrupación de Máximo Kirchner incluye una apuesta de mediano plazo y se advierte con notable claridad en la alianza con Sergio Massa, aquel rival encarnizado que tuvieron a partir de 2013. Sostienen un acuerdo que trasciende las paredes del Congreso y le permite a Kirchner abrir un canal de negociación con el poder económico que juega asociado a Massa desde hace por lo menos una década. Se trata de un bloque empresario con intereses permanentes: dueños de medios; pulpos del sector energético como Marcelo Mindlin, la familia Bulgheroni y Manzano; y actores del sistema financiero como el fallecido Jorge Brito.
Hasta hoy al menos, le cuesta imponerse entre los no convencidos que la siguen viendo, en el mejor de los casos, como parte de una estructura cerrada y lejana. Junto con lo territorial, está pendiente la relación con el electorado que queda más allá del alto piso de adhesiones que conserva el cristinismo, una base envidiable que, sin embargo, no alcanza para ganar elecciones. Ese es uno de los principales desafíos para el proyecto mayor que amasan sus dirigentes todos los días: ser ellos, alguna vez, la conducción del panperonismo y la cara principal del gobierno.
*Diego Genoud, periodista, autor de "El peronismo de Cristina"
por Diego Genoud
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