Pocos poetas en la Argentina han sido tan sido tan leídos y amados como Alejandra Pizanik. La escritora nacida en Avellaneda el 29 de abril de 1936 con el nombre Flora y muerta trágicamente de una sobredosis el 25 de noviembre de 1972, a los 36 años, es hasta hoy un símbolo de la poesía y de la escritura como reflejo doloroso de la intimidad.
“Casi todo lo que se escribe sobre (Alejandra Pizarnik) está lleno de 'pequeña náufraga', 'niña extraviada', 'estatua deshabitada de sí misma', y cosas por el estilo. (…) Reduce a un poeta a una especie de bibelot decorativo en la estantería de la literatura”, se quejaba César Aira, amigo y biógrafo de Pizarnik, en un libro que lleva su nombre y fue publicado en 1998.
Sin embargo, aunque este carácter confesional de su poesía oculte la labor racional de la escritora sobre la materia de su creación; es también el motor que ha vuelto su trabajo tan importante como inspiración para los jóvenes de varias generaciones, que empezaron a escribir bajo su influencia.´
Los lenguajes
Su obra también tuvo la originalidad de cruzar la escritura con las artes visuales. Pizarnik tuvo una formación artística que reconoce como primer maestro formal a Juan Batlle Planas, aunque luego se nutrió de la influencia de decenas de creadores clásicos y modernos, desde El Bosco a De Chirico.
Sus escritos están intervenidos por su dibujos y sus dibujos por sus poemas, en una obra que siempre es diseñada espacialmente. Lápices de colores, libretas y papeles se funden en collages, el género que mejor se ajusta a su modelo de creación. “Me hechiza y me embruja comprar lapiceros, rotuladores (tengo 83) y todo lo que existe en esos palacios llamados papelerías”, decía Pizarnik a propósito de esa obsesión que formaba parte de su proceso creativo. Solía escribir versos en un pizarrón con tizas de colores, para observarlos y darles una forma definitiva.
Su educación literaria comenzó en la Facultad de Filosofía y Letras y se completó en París, adónde vivió 4 años, estudiando, escribiendo y traduciendo. Además, ganó las becas Guggenheim y Fullbright (aunque cuenta su hermana, Myriam Pizarnik, que se las gastó en lápices de colores y postales).
El trabajo de toda su vida se resume en más de una decena de libros entre los que se distinguen: “La última inocencia”, “Árbol de Diana”, “Extracción de la piedra de la locura”, “La condesa sangrienta”, “Los trabajos y las noches” y “Los pequeños cantos”.
Su intenso intercambio personal y epistolar con muchos de los grandes escritores de la época (Julio Cortázar, Octavio Paz, César Aira, Arturo Carrera, Italo Calvino, Sylvia Molloy y sus grandes amigas, Olga Orozco y Silvina Ocampo, entre muchos otros) habla de una vida social plena, diferente de la que muchos imaginan a partir de su poesía.
A pesar de este dato, también sus conocidos han señalado el peso que tuvo sobre la vida de Alejandra su condición de judía (sus padres eran inmigrantes ucranianos) en tiempos de la Segunda Guerra en Europa y de su condición de lesbiana, situación que no le resultó fácil manejar ante su familia. En los años cercanos a los '70, sufrió crisis depresivas frecuentes con repetidas internaciones y una creciente adicción a los barbitúricos. Una sobredosis de pastillas acabó con su vida. En la casa, sobre el pizarrón en el que escribía, su familia encontró la frase: “No quiero ir/nada más/que hasta el fondo”.
Su virtual romanticismo y el aura de poeta maldita abonada por su muerte temprana, marcaron las lecturas de sus textos de allí en más, en una época en que la poesía dominante empezaba a transcurrir por terrenos más realistas, incluso cercanos a la política.
Quienes quieran leer su obra hoy pueden consultar los cuatro tomos editados por el sello Lumen: “Nueva correspondencia Pizarnik (1955-1972)”, “Diarios”, “Poesía completa” y “Prosa completa”. Y también la biografía de Cristina Piña y Patricia Venti, “Biografía de un mito”, editada por el mismo sello.
La muestra en la Biblioteca Nacional
En homenaje a los 50 años de su muerte, la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (BNMM) inauguró una muestra con el nombre “Alejandra Pizarnik. Entre la imagen y la palabra”. La exhibición reúne objetos personales, como su máquina de escribir; manuscritos, volúmenes de su biblioteca personal, dibujos, objetos y cuadernos.
Como bien señala la curadora de la muestra, Evelyn Galiazo, en el excelente catálogo editado por la Biblioteca, hablar de “obras completas”, en el caso de Pizarnik, es muy complicado, porque sus manuscritos y dibujos han sufrido una verdadera “diáspora”. Algunos están en la Universidad de Princeton, otros en la Biblioteca Nacional de Uruguay y otros en Francia. En la Argentina, por impulso del ex director de la BNMM, Horacio González, en 2007 se adquirieron 650 volúmenes de la biblioteca de la escritora, que hoy forman parte del Fondo Alejandra Pizarnik. Otros 122 textos y manuscritos se agregaron a ese Fondo como donación de Myriam Pizarnik. En la muestra pueden verse también una colección de retratos y una exhibición de imágenes de artistas que tuvieron gran influencia en su obra.
"Leer, subrayar, copiar, reescribir son los pasos del método que encontró para habitar la sinuosa frontera entre lectura y escritura, su manera de lidiar con la angustia de las influencias y con el miedo paralizante a la página en blanco", explica la curadora.
“Alejandra alejandra/ debajo estoy yo/ alejandra”, resume sobre sí la poeta.
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