La cultura de la cancelación, popularmente asociada al feminismo, recorre diferentes espacios de la vida cultural, política y social, ya sean físicos o tecnológicos. A veces acarrea formas destructivas de interacción, como el bullying virtual, al tiempo que abre nuevos interrogantes: ¿Quiénes son los que pueden cancelar y ser cancelados? ¿Tienen todos los cancelados voz para poder defenderse? ¿Tienen voz siquiera? ¿Tienen agencia? ¿Cómo opera en mujeres y grupos subrepresentados? ¿Se puede sacar ventaja de una cancelación? ¿Se piensa en las consecuencias de cancelar o solo se actúa? Vale la pena evaluar este fenómeno incluso más allá del escrache en redes sociales y de los intentos de eliminar obras y figuras provenientes de distintas ramas del arte, el pensamiento o el espectáculo. Quizás, porque es un mecanismo más vasto y abarcativo -y en permanente expansión- que también apunta a desaparecer de la discusión pública los problemas de sectores de la sociedad que no cuentan con medios para poder dar respuesta, o no son escuchados, entre los que podemos incluir a individuos muy diferentes entre sí, como los adultos mayores o los jóvenes sin acceso irrestricto a la virtualidad, entre muchos otros.
Muchas de las manifestaciones identitarias que tienen protagonismo en medios, redes, universidades y, por supuesto, campañas publicitarias de las multinacionales más poderosas del mundo, se apoyan en la vieja idea de la juventud que viene a mejorar con sus bríos, hallazgos y señalamientos el estado de esta cultura rancia, patriarcal, opresora y racista que nos domina. Pero ¿en qué consiste esa juventud? ¿Es algo cronológico o es actitudinal? ¿Pasa por el discurso, la acción o el aspecto? ¿Se relaciona al consumo de productos, modas y usos calificados de “jóvenes”? ¿Cómo se articula con la libertad de expresión y el disenso? ¿Es una juventud aspiracional, meritocrática, intrínseca o espiritual? Pareciera que para quienes tienen siempre en la punta de la lengua la palabra “atrasa”, la juventud puede ser una cosa o la otra. Percibir a un individuo como joven o viejo dependerá del cumplimiento de ciertos estándares que no necesariamente tendrán relación con el calendario o con un estilo de vida que refleje cotidianamente esas energías que solo se tienen durante las primeras décadas de vida. Un joven o un adolescente que pretenda diferenciarse de las tribus más aceptadas, puede atrasar y llegar a ser obsoleto, en tanto un cincuentón que adopte modos de comportamiento identificados con la juventud hará el camino inverso. ¿Por qué inhabilitar la voz de aquellos que no se adaptan a los nuevos usos sociales? ¿Es de avanzada cancelar el diálogo entre quienes tienen cosmovisiones diferentes? Y cuando la calificación de “atrasado” amplía su órbita, ¿enriquece al panorama cultural? Géneros cinematográficos, lecturas, pensadores, artistas, pinturas o historietas corren el riesgo de ser cancelados por no cuadrar con aquello que pretende imponerse como novedoso. Pensar la juventud como la adhesión acrítica a un conjunto de axiomas se parece más al disciplinamiento que al respeto por la libertad y promueve una barrera imaginaria entre sujetos que van perdiendo la capacidad de intercambiar opiniones entre sí. Si el mismo ejercicio se hace sobre obras, opiniones o gestos, el resultado es igual de empobrecedor. La hipervaloración de lo joven, en tanto artilugio para profundizar la segmentación social o la construcción de grupos y subgrupos que se cancelan unos a otros, evoca más al antiguo “divide y reinarás” que a las jóvenes vanguardias que buscaban cambiar el mundo.
Feminismo
“Escriben sobre feminismo pero nunca fueron a una asamblea y no leyeron nada de lo que hay que leer”, sentencian muchas veces, desde sus cuentas de Twitter, algunas activistas de género. Circula en las redes la idea excluyente -y acaso paranoide- de un modelo de feminista que debe cumplir con ciertos parámetros para poder pronunciarse. En tanto, pretende imponerse la fantasía de un asambleísmo que operaría como un espacio consagrado al feminismo “verdadero” que “es justicia social”, frase tomada del peronismo que, a esta altura de la soirée, parece más impracticable que nunca. La premisa detrás de estas objeciones parece apuntar a cancelar a quienes pretendan hablar sobre género por fuera de estándares que van en una dirección determinada. Mientras tanto, la desigualdad se profundiza en contra de aquellas mujeres que trascurren su cotidianidad sin poder siquiera soñar con un despliegue de narcisismo virtual, ni con leer todo lo necesario para opinar, ni con tener el tiempo y las credenciales necesarias para participar en convites organizados por instituciones y ONGs que no demuestran capacidad de gestión real. ¿Cómo crear colectivos activos más allá de la declamación online, la confección de “papers” y notas o de la eventual congregación callejera, cuando el impulso principal es manifestarse desde “uno mismo”? ¿Cómo no limitarse a la comodidad de las pantallas y a las reuniones con “derecho de admisión”? ¿Cómo entender que las luchas sociales no pueden pasar únicamente por la representación de un grupo que se manifiesta a partir de un ideario sesgado?
Quizás, lo primero sea tomar en consideración que no toda la gente de nuestro país cuenta con dispositivos tecnológicos, ni recursos que les permitan comprender el mundo a través de Internet. Quizás, sea prudente aceptar que no todas las mujeres se sienten o quieren sentirse feministas, pero no por ello dejan de ser mujeres en capacidad de ofrecer otras visiones. Cancelados por una sociedad que mira siempre para otro lado, quienes aún no llegan a disfrutar de todo lo que ofrece el siglo XXI ni suscriben a todos sus mandatos ideológicos son, por lo general, los que más necesitan de las luchas colectivas para subsanar una falta de oportunidades, que no solo corre para mujeres y minorías sexuales porque es, en esencia, clasista. La igualdad de oportunidades, a su vez, tiene mucho más que ver con el acceso a una vida digna que con el acceso a pedagogías que nada suman a la hora de subsistir en una economía cada día más dañada. Descubrir nuevos rumbos para atender a las situaciones más graves y urgentes de una sociedad en evidente crisis es uno de los desafíos más grandes de cualquier activismo que se presente como emancipador. Las redes pueden usarse en virtud del bien común del que siempre se habla, mientras no se limiten a la puesta en escena de bondades personales y sean vehículo de acciones, cuyo beneficio pueda comprobarse por fuera de la virtualidad.
Nancy Giampaolo es periodista. Autora de "Feminismos. Liberación o dependencia” (Grupo Editorial Sur).
@nancy_giampaolo
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por Nancy Giampaolo
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