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CULTURA | 29-01-2023 08:46

Historias de escritores sobre sus bibliotecas

Adelanto del libro “Bibliotecas”, que reune las experiencias de un grupo de autores con los libros que los acompañaron.

Hace poco vi una serie documental que se llama “Genio del mal”, de los hermanos Duplass, en la que se cuenta cómo un grupo de personas en la Pennsylvania de los primeros noventa pergeña una de las formas más siniestras de asesinar que he visto en mucho tiempo. Hacia el final, va quedando claro que casi todas las personas involucradas en ese diseño terrorífico eran acumuladoras compulsivas. La serie no hace hincapié en eso: a mí simplemente me llamó la atención. Tal vez sea porque a algo parecido me dedico desde hace años. Porque qué otra cosa que un desorden acumulativo es la construcción de una biblioteca.

María Sonia Cristoff

En el inicio de esa construcción hay un páramo. Llegué a Buenos Aires con17 años y ningún libro a cuestas. Mis adorados volúmenes de la colección Robin Hood, los seis tomos de la Gran Enciclopedia de los Pequeños, las novelas de la colección Grandes Novelistas de Emecé, y las de la colección Obras Maestras de la Literatura Contemporánea de Seix Barral, que vaya a saber por qué llegaban asiduamente a la Patagonia de finales de los setenta, principios de los ochenta, todo eso quedó en el Sur, en mi casa familiar, como parte de una vida que yo había decidido dejar atrás. Cambiar de casa, de amigos, de carrera, de amantes, de números de teléfono, de cortes de pelo, de perspectivas, cambiar de nombre, esos eran mis planes. Las personas y las cosas llegaban a mí y seguían su curso en un tipo de alquimia móvil que se explica muy bien mirado desde las mitologías de provincias. Pero no es momento de hablar de eso ahora. A lo que voy es a que en esa etapa inicial de mi nueva vida prevaleció la fascinación por el despojo y por el descarte. Con una sola excepción, porque fue nomás poner un pie en Buenos Aires y quedar capturada por las librerías de usados en las que inevitablemente recalaba en mis deambulaciones por la ciudad de los años ochenta. Compraba según el pulso de mi curiosidad, de mis ganas, no tenía ningún otro sistema. Incluso aplicaba esa lógica a la lista de libros que me obligaban a leer en la facultad, en la cual afortunadamente había muchos títulos que me intrigaban. Casi sin que me diera cuenta, con cada una de las nuevas mudanzas de aquellos tiempos, que fueron tantas y no siempre deseadas, no siempre felices, empezó acrecer el número de canastos de libros. Así, casi sin darme cuenta, empecé a armar mi biblioteca propia.

Bibliotecas

Me gusta que en el inicio esté ese deambular, esa curiosidad, ese movimiento. Y creo que lo que a veces rechazo, lo que a veces, cuando miro estas hileras atestadas, me genera ráfagas de agobio, es sentirme un poco más lejos de todo eso, es reconocer que en mi biblioteca hay ahora también mucho material ligado a los trabajos y a los deberes. Se me pasa rápido. Sucede con los grandes amores.

Me gusta también que en mi biblioteca convivan esas fuerzas complementarias, contradictorias: la del gasto, la del derroche, la del libro comprado por el puro gusto, con la del libro asociado a la disciplina, a la supervivencia material, a las demandas del mundo. Porque además no es cierto que esas fuerzas están tan organizadas según una cronología lineal, como acabo de decir: es más bien cíclicamente que convivo con ellas, que lidio con ellas. En ese sentido, mis libros son también mis maestros, y lo digo aunque se me derritan las uñas sobre el teclado por escribir un sintagma tan pomposo.

Nancy. Un día, seguramente después de alguna de esas mudanzas, me di cuenta de que ya era hora de ordenar esos libros según una lógica. Lo hice primero por países o regiones de origen: literatura inglesa era lo que abundaba. “Es que yo nací en la Commonwealth”, me dijo un día Miguel Brascó, arreglándose el moñito tipo smoking y yo, que apenas lo conocía, y que siempre preferí hablar lo menos posible cuando entrevisto a alguien, empecé a tratar de adivinar mentalmente de qué lugar me estaba hablando, y estaba apunto de concluir, basada en el color mate de su piel, que me hablaba de la India, cuando me aclaró que se trataba de la Patagonia. Algún día alguien estudiará cuánto más tarde se extinguió en el Sur la supremacía cultural inglesa.

Biblioteca

En la siguiente mudanza esa organización según el país de origen, cualquiera fuera, ya no me convenció por encorsetada, por nacionalista. Pasé a ordenarlos por género. Pero ocurrió entonces que tenía los libros ordenados por género literario mientras, en paralelo, mi búsqueda en la escritura se iba adentrando cada vez más en la hibridez, en las mezclas, en las desclasificaciones, en los desbordes.

Y esas búsquedas, ya sabemos, no solamente nos llevan aencontrar nuevos materiales sino a pensar en formas distintas los que ya tenemos leídos. Incluso si son clásicos, sobre todo si son clásicos. Entonces, cada vez que tenía que guardar un libro según la clasificación por géneros que cada día se volvía más endeble, pasaba horas discutiendo conmigo misma cuáles eran las especificidades que me hacían pensar que, por ejemplo, el “Facundo” de Sarmiento podía ser un ensayo en vez de una novela, o una biografía; o la “Historia universal de la infamia” de Borges, una serie de cuentos en vez de una serie de perfiles; o “Cárcel de mujeres”, de María Carolina Geel, una novela en vez de un testimonio, o un ensayo; o “De la elegancia mientras se duerme”, del Vizcondede Lascano Tegui, una novela en vez de un diario íntimo; o “Habitaciones”, de Emma Barrandeguy, una autobiografía en vez de una novela, o una crónica urbana.

Y, como ya sabemos que las discusiones con uno mismo no existen sin que empiecen a ingresar otras voces, me ponía a leer bibliografía acerca de esos libros, y de tantos otros, como para tener más puntos de vista. Estoy hablando de una época en la que hacer eso no significaba una búsqueda de Internet sino un traslado hasta la Biblioteca Nacional y sus fichas escritas a mano. Guardar un libro en mi biblioteca se convertía entonces en una experiencia de la digresión y de la proliferación de lecturas que yo disfrutaba enormemente, sobre todo porque la completaba con largas caminatas, pero que empezó a entrar en tensión con la llamada marcha del mundo, con los trabajos y los días. Ahí fue que Nancy apareció en mi vida. Martín Paz, uno de los archivistas más lúcidosque conozco, me habló de ella.

Desde un principio, Nancy me mostró un programa de archivo digital que me pareció supersónico y me convenció de que el mejor orden que podía aplicarles a los libros era el alfabético. Reconozco que no fue tan inmediato: hubo una temporada en la que me sentí sumergida en el caos, pero a medida que se fueron sucediendo los sábados con Nancy empecé a comprobar algo que hoy es casi una perogrullada: la distancia y las diferencias que hay entre el mundo físico y el virtual. Lo que parecía caótico en mis anaqueles se organizaba con una lógica impecable en la versión digital de mi biblioteca.

En esa época fue que empecé a prestar atención a los números. Ocurre que, en alguno de sus ángulos, el programa supersónico de Nancy va diciéndome exactamente cuántos ejemplares tengo en mi biblioteca. Y ocurre que eso, en vez de parecerme un mero dato superfluo, activó mi costado acumulativo. Y el oracular. Después de algunas sesiones de los sábados, el número de libros ingresados me gustaba, me traía los mejores augurios. Al final de otras sesiones, en cambio, quedaba molesta por el desagrado o inquieta por los presagios.

Un día, hace no tanto, decidí que iba a dejar deacumular libros cuando en mi biblioteca hubiese 5555 ejemplares. Es más o menos la cantidad que entra en las paredes de mi escritorio, y es también la altura de la casa en la que nací, allá en el Sur.

Según el archivo supersónico, al día de hoy no estoy tan lejos de ese número. Cuando lo supe, tuve un instante de escozor que pasó a disiparse en cuanto entendí que eso no tiene por qué suponer ningún límite, ningún final y que tampoco les quita ninguna movilidad a las cosas: no es que dejaré de ingresar nuevos libros a mis anaqueles, sino que cada nuevo que aparezca hará salir alguno que ya está. Esta vez será una conversación intramuros, digamos. Al principio, al menos al principio, la conversación será fácil: hay varios libros en mi biblioteca que sé que no deberían estar ahí. Y después de ese principio, en la etapa que le siga, habrá una temporada en la que mi biblioteca tendrá solo libros que me gusten o me interesen muchísimo. Y después qué sé yo, después no existe. (...)

 

-Fragmento de “Cierto tipo de desorden” de María Sonia Cristoff. Escritora y traductora, sus novelas son “Inclúyanme afuera”, “Mal de época” y “Derroche” y sus libros de no ficción “Falsa calma” y “Desubicados”.

-"Bibliotecas" es el libro 200 de Ediciones Godot, una de las editoriales independientes más prestigiosas. Y con él celebra sus 15 años. En “Bibliotecas” un grupo de escritores cuentan cómo reunieron y organizaron su colección de libros. Con textos de Selva Almada, Martín Kohan, Luis Chitarroni, Jorge Carrión y varios más.

 

 

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