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CULTURA | 18-05-2021 18:03

Las revoluciones en Hispanoamérica

El uso de la fuerza en la vida política fue parte de un juego de poder habitual en la constitución de las nuevas repúblicas.

El recurso a las armas fue un rasgo persistente de la política hispanoamericana del siglo XIX. Bajo la forma de revoluciones y levantamientos de distinto tipo, los actores políticos recurrían a la fuerza militar para cuestionar, desafiar y eventualmente deponer a los poderes de turno. No se trataba de una práctica excepcional sino de un mecanismo aceptado de intervención política y numerosas acciones de este tipo, exitosas o fallidas, tuvieron lugar en la mayoría de los países de la región.

En México, por ejemplo, se produjeron más de 1500 “pronunciamientos” entre 1821, cuando el Plan de Iguala proclamó la independencia, y 1876, cuando el Plan de Tuxtepec abrió el camino para el ascenso de Porfirio Díaz al poder. Se trataba de manifiestos que cuestionaban y presionaban a las autoridades con demandas de diversa índole y que muchas veces –aunque no siempre- culminaban en un levantamiento militar contra ellas. En la Argentina, al otro lado del continente, un observador contó 117 acciones armadas entre 1862 y 1868, cifra superada por las que tuvieron lugar tanto a escala nacional como local durante el resto del siglo. Chile, por su parte, muestra un número más bajo de levantamientos de este tipo, pero de todas formas experimentó cuatro intervenciones armadas importantes en los años 1829-30, 1851, 1859 y 1891, destinadas a deponer a las autoridades nacionales. Y Colombia vivió una guerra cada siete años, mientras el resto de las repúblicas hispanoamericanas registran situaciones similares.

Esta historia ha sido contada muchas veces, desde distintas perspectivas, dando lugar a interpretaciones muy diversas sobre el sostenido uso de la fuerza y el despliegue de recursos armados como rasgos muy extendidos en la vida política de la región. Más allá de las diferencias entre ellas, casi todas coinciden en el carácter arcaico de ese tipo de prácticas, enraizadas en hábitos políticos tradicionales que obstaculizaban el tránsito hacia la modernización. En una crítica pionera a estas percepciones, incluida en un volumen colectivo publicado en el año 2000, Rebecca Earle llamó a dejar de lado las versiones entonces prevalecientes que representaban al siglo XIX latinoamericano como “un período de caos épico” y, a partir de los ensayos que integraban ese volumen, propuso que “elecciones, pronunciamientos y revueltas quizá deban ser considerados como parte del funcionamiento normal, aunque problemático, de la política decimonónica”. Desde entonces, la historiografía ha revisado este tema bajo nuevas perspectivas, tratando de entender en contexto tanto las revoluciones como otras formas de confrontación armada en Hispanoamérica.

En el marco republicano adoptado por la región, la figura del ciudadano en armas ocupó un lugar central ente los valores y las instituciones que rigieron el autogobierno a partir de la independencia. Desde entonces y a lo largo de casi todo el siglo, como vimos, los ciudadanos, en tanto guardianes de la soberanía popular, tenían el derecho y la obligación de portar armas en defensa de la libertad, de cara a los posibles abusos de poder por parte de los gobiernos de turno. El derecho a la insurrección anclaba en la teoría de los derechos naturales –aceptada ampliamente en la época con precedencia a la ley positiva- y abrió el camino a la impugnación de las autoridades vigentes por presunta tendencia al despotismo así como a la utilización de recursos armados para sostener ese cuestionamiento. En términos republicanos, el accionar contra una autoridad despótica no era solo un derecho sino que constituía además una obligación, un deber cívico.

Las revoluciones en Hispanoamérica se fundaban en ese derecho. En sintonía con el uso entonces prevaleciente del término “revolución”, los revolucionarios luchaban por la restauración de libertades perdidas y exigían el retorno a un orden institucional previo, presuntamente violado por un gobierno despótico. En ese marco, las revoluciones no se entendían como ruptura, sino más bien lo contrario. En el camino al poder, donde las elecciones cumplían un papel legal primordial, la consiguiente movilización militar de los ciudadanos constituía un paso legítimo posible en un continuum de acciones políticas que podían desembocar en un levantamiento. De hecho, el cuestionamiento de las elecciones se encontraba entre los motivos más frecuentes detrás de esas confrontaciones. En esos casos, los rebeldes denunciaban la manipulación oficial y el fraude para justificar el uso de la fuerza, que también podía anclarse en otros reclamos vinculados al ejercicio del poder gubernamental y a la obligación de defender derechos y libertades.

No obstante esta visión compartida, los límites de lo que podía considerarse legítimo estuvieron siempre en disputa. Así, por ejemplo, las revueltas armadas que planteaban demandas de carácter social y contestaban el orden existente desafiaban los límites de lo aceptable por el sistema, y aunque sus promotores usaran el lenguaje de la ciudadanía en clave republicana para expresar sus reclamos, de hecho excedían los protocolos propios de las revoluciones políticas.

El término “revolución”, por su parte, experimentó importantes variaciones a lo largo del siglo, pero durante buena parte del mismo, tenía una connotación positiva asociada a la reacción popular contra el despotismo o la tiranía. Quienes se embarcaban en una acción de este tipo sostenían, en general, el carácter de “revolución” de su propio levantamiento armado, mientras que sus enemigos impugnaban esa designación y usaban, para descalificarla, términos con carga negativa, como “rebelión” e “insurrección”. Esta connotación positiva del concepto de revolución asociada a la noción de resistencia al despotismo perdió vigencia hacia las últimas décadas del siglo, reemplazada por nuevos significados que ahora lo vinculaban más con la introducción de cambios radicales que con la restauración de libertades perdidas.

Más allá de los matices y la superposición de valencias en términos conceptuales, lo cierto es que, bajo diferentes nombres y formatos, las revoluciones fueron un hecho recurrente de la política hispanoamericana. En este sentido, vale la pena referirse al contraste con los Estados Unidos, donde también se produjeron rebeliones sostenidas por argumentos no tan diferentes a los desplegados por sus vecinos al sur. Los casos más conocidos son la Whiskey Rebellion de 1794, la Fries’s Rebellion de 1899, la Baltimore Riot en 1812, la Dorr Rebellion de 1842, y las insurgencias que surgieron en en los estados del sur en los años que siguieron a la Guerra de Secesión de 1861-65. Pero estas contadas acciones armadas que plantearon sus demandas a los poderes establecidos no generaron revueltas en gran escala, despertaron fuerte rechazo por parte de sectores muy diversos, y fueron doblegadas con relativa facilidad y rapidez. Diferente fue el caso de la Guerra de Secesión, que puede considerarse el resultado de una rebelión interna que escaló hasta convertirse en una guerra civil de gran envergadura. Allí también las milicias cumplieron inicialmente un papel significativo, en particular en la formación del ejército de la Confederación. Pero en términos de duración, alcance geográfico y cantidad de víctimas, la escala de este conflicto superó con creces la de cualquiera de los levantamientos de Hispanoamérica. En esa ocasión, en los EEUU, la estabilidad política -tan valorada después de los temores iniciales de los tiempos de la revolución- se desmoronó por una guerra que evocaba la volátil y repudiada “anarquía” de la América hispánica y puso en evidencia la fragilidad del orden republicano. El desenlace del conflicto y las medidas que tomó el gobierno de Abraham Lincoln durante su transcurso terminaron por fortalecer al gobierno federal y fue muy difícil, a partir de entonces, rebelarse contra las autoridades nacionales. En ese marco, según Mathew Muehlbauer y David Ulbrich, la ola de insurrecciones que tuvieron lugar en los estados del sur durante el período de la Reconstrucción posterior “no intentaba derrocar al gobierno federal… Su objetivo fue, en cambio, el de deponer a los gobiernos estaduales de signo republicano… para reemplazarlos por otros de filiación demócrata”.

No todas las revoluciones hispanoamericanas, por su parte, buscaron la caída del gobierno central respectivo, y si bien algunas de ellas tuvieron alcance nacional, la mayoría se desarrollaron en espacios más acotados. En todos los casos, sin embargo, estas acciones involucraron a actores políticos que utilizaron recursos militares para hacer valer sus reclamos y estuvieron dispuestos a confrontar a sus oponentes tanto en el plano electoral como recurriendo al uso de la fuerza. La mayor parte de estos despliegues se iniciaban con una declaración pública que planteaba las causas que impulsaban la acción y proponía un plan para lo que vendría después. Así, por ejemplo, en México, desde la fracasada revuelta local de San Luis Potosí en 1837 al exitoso levantamiento encabezado por Porfirio Díaz en 1876, un “pronunciamento” precedió la mayor parte de las confrontaciones armadas. El 14 de abril de 1837, en la ciudad de San Luis Potosí, bajo el título de “¡Viva la Federación!” un grupo de “oficiales y ciudadanos” proclamaron su oposición al gobierno en funciones. El primer punto de su declaración denunciaba que “la independencia de la nación, que es el objeto más sagrado de todos los mexicanos, se encuentra amenazada de diversas maneras, y en particular por nuestros… gobernantes”. Después de enumerar las razones de esta afirmación, agregaba “Por esta razón, la nación mexicana se encuentra en un estado de total confusión como resultado de la ausencia de leyes que puedan salvaguardar las garantías individuales y las libertades nacionales; por lo que los abajo firmantes aquí se pronuncian por el restablecimiento del sistema federal… popular adoptado libre y espontáneamente por la nación en el año 1824”. Casi cuarenta años más tarde, en junio de 1876, el Plan de Tuxtepec impugnó la reciente reelección de Sebastián Lerdo de Tejada a la presidencia y enunció las causas principales del pronunciamiento: el gobierno nacional había abusado del sistema político, “despreciando y violando la moral y las leyes”, el sufragio había devenido farsa, la democracia había sido burlada y la soberanía de los estados infringida repetidamente por las autoridades federales. Por lo tanto, “en nombre de la sociedad ultrajada y del pueblo mexicano vilipendiado, levantamos el estandarte de la guerra contra nuestros comunes opresores”.

Revoluciones en la Argentina

En la Argentina, por su parte, dos ejemplos referidos a actores políticos muy diferentes ilustran los términos compartidos de las “proclamas” que precedían las revoluciones. En este caso, las dos fracasaron: la rebelión de las “montoneras” del noroeste, en 1863, contra el gobierno central presidido por Bartolomé Mitre, y la que encabezó el propio Mitre en 1874, después de perder una elección presumiblemente manipulada por las autoridades nacionales de turno. En el primer caso, el General Ángel Vicente Peñaloza –el Chacho- convocó al pueblo y en particular a los “Guardias Nacionales” para “combatir y hacer desaparecer los males que aquejan a nuestra patria y para repeler con vuestros nobles esfuerzos a sus tiranos opresores” así como para “reconquistar nuestros sagrados derechos y libertades”. Mitre, por su parte, en 1874 dio a conocer un manifiesto cuando ya la revolución estaba en marcha. Allí explicaba que, aunque había hecho grandes esfuerzos para resistir el recurso a las armas, el ejercicio sistemático del fraude para torcer los resultados electorales lo había dejado sin opciones salvo la de la revolución. Era el único camino posible para reclamar los derechos usurpados y las libertades públicas suprimidas. “La revolución, declaró, era un derecho, un deber y una necesidad y no ejecutarla… sería un oprobio que probaría que éramos incapaces e indignos de guardar y merecer las libertades perdidas”.

Como muestran estos ejemplos –entre muchos otros-, los argumentos básicos eran muy similares, y apuntaban a la inevitabilidad de recurrir a las armas cuando las autoridades violaban derechos y libertades del pueblo. La revolución era el único camino honorable a seguir. El uso regular de la fuerza en la vida política estaba profundamente enraizado en la intricada trama de normas y prácticas que pautaban el juego político, en una dinámica variable pero cuyos fundamentos eran aceptados por la mayoría de los actores del momento. En ese marco, las confrontaciones armadas eran parte de una vida política competitiva, motorizada por las luchas por el poder y las disputas en torno a los formatos territoriales e institucionales de las repúblicas en formación. Los actores políticos recurrían a todos los medios reconocidos disponibles para impulsar sus demandas, desde las elecciones hasta la negociación personal, el combate de opinión a través de la prensa, la movilización de fieles y simpatizantes en manifestaciones públicas de distinto tipo, y así siguiendo, y estaban dispuestos, a su vez, a confrontar a sus adversarios por la vía de las armas, una acción que no se consideraba por definición ilegítima. Al mismo tiempo, si bien la violencia podía justificarse, el desenlace de un enfrentamiento por esa vía no alcanzaba para otorgar legitimidad a los vencedores, pues estos debían validar sus títulos tanto a través de las elecciones como en el ámbito de la opinión pública. En suma, las revoluciones formaban parte de la política republicana y del repertorio usual de los actores en juego.

La opción armada exigía recursos militares, tanto técnicos como humanos. La fragmentación de las fuerzas militares, y en particular la combinación dual de un ejército regular y una milicia de fuertes raíces locales, era inherente al sistema republicano adoptado por las naciones en formación, y su persistencia encontró apoyos fuertes y sostenidos tanto entre los cuadros dirigentes como en sectores más amplios de la población. La asociación con fuerzas y recursos militares de algún tipo era un rasgo compartido por la mayoría de las redes político-partidarias. En ese contexto, las milicias ocuparon un lugar central, ya que en el terreno normativo representaban al pueblo en armas y en el de las prácticas, gozaban de arraigo local y respondían a caudillos regionales, gobernadores de provincia, y comandantes del lugar, de manera que pocas veces se veían controladas por las autoridades centrales. Por todo ello, los revolucionarios se apoyaban generalmente en la milicia, aunque podían recurrir también a las fuerzas regulares, pues el partidismo era común a ambas instituciones. Los gobiernos nacionales buscaban subordinar al ejército regular, o al menos asegurar su lealtad, pero la milicia, casi por definición, desafiaba cualquier intento de monopolización militar. Hacia el último cuarto del siglo XIX, esta situación fue objeto de preocupación creciente y, con el avance de las tendencias centralizadoras en buena parte de la región, se afirmaron las políticas de fortalecimiento del poder estatal que llevaron a la eliminación de la milicia y las guardias nacionales o a su subordinación efectiva al ejército regular.

Hasta entonces, la mayoría de los levantamientos incluían ambos tipos de fuerzas, además de las “irregulares” que frecuentemente se sumaban a la lucha. Las revoluciones solían recibir, además, el apoyo de sectores de la población que no estaban enrolados en fuerza alguna, pero que colaboraban material y simbólicamente con sus promotores. Estos recolectaban dinero entre los simpatizantes de su causa, así como entre amigos ubicados en cargos públicos, y a veces recurrían a la confiscación de propiedad de los enemigos. Manifestaciones públicas de diferente índole ponían en escena la presunta “popularidad” de la causa, mientras diarios y otros impresos cumplían un papel crucial al promover y dar a publicidad el evento, buscando así su legitimación. Del lado opuesto, las autoridades impugnadas no solo recurrían a las fuerzas militares bajo su control sino que también buscaban movilizar a la población para cuestionar y censurar las credenciales de los rebeldes. No obstante las fuertes pasiones que despertaban estos movimientos, y a pesar de la sangre derramada en cada ocasión, los castigos a los perdedores fueron, en general, relativamente leves. Una vez terminado el enfrentamiento, rara vez los victoriosos se ensañaban con las tropas derrotadas, mientras la dirigencia rebelde podía ser castigada con penas de exilio, proscripción o prisión, cuyos plazos solían acortarse por la vía de amnistías periódicas. La pena de muerte, por su parte, se aplicó solo en casos excepcionales.

En suma, las revoluciones no eran únicamente sucesos de tipo militar, sino eventos políticos enraizados en las tradiciones y prácticas de la república. Al mismo tiempo, no se las consideraba como parte del devenir habitual deseable de la vida institucional, por lo que siempre debían justificarse por medio de argumentos explícitos y convincentes. La crítica a estas prácticas surgía no solo de los impugnados en cada ocasión sino también de la voz y la pluma de publicistas que veían estos hechos con preocupación, como una expresión de anarquía, de hábitos políticos arcaicos, de la negativa influencia de caudillos y caciques, a la vez que como un obstáculo insalvable en el camino hacia la modernidad. Estas visiones contemporáneas tuvieron una influencia muy marcada en interpretaciones posteriores acerca de las revoluciones del siglo XIX, que las vieron como prácticas retrógradas reñidas con la modernidad liberal y pasaron por alto el lugar concreto que tuvieron en la política de las repúblicas.

Hilda Sabato

 

Hilda Sabato es historiadora. Investigadora superior del CONICET en el Instituto Ravignani de la Universidad de Buenos Aires. Sus trabajos se centran en la historia política y social argentina y latinoamericana del siglo XIX. Entre sus libros más conocidos se encuentra “Historia de la Argentina, 1852-1890”. Su último libro es “Repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo XIX” (Taurus) del cual el presente artículo es un extracto.

Repúblicas del Nuevo Mundo

 

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