- Morir a lo que no se elige
Es natural que ciertas decisiones cuesten, incomoden y duelan. Una razón es que solemos tener temor al arrepentimiento. Para esto, es clave entender que decidir es recortar una parte de la realidad y dejar ir adrede las realidades potenciales. Ese es el precio del libre albedrío. Nada más estéril que, al optar por cierta opción, consistentemente mesurarla con lo que hubiera pasado si se elegía alguna de las otras. De así proceder, le restamos compromiso a la alternativa seleccionada, aumentando -inconscientemente- las probabilidades de fracasar, como si fuera una profecía auto-cumplida.
- Regular las emociones disfuncionales
Estar en regulación de las emociones disfuncionales -especialmente el enojo y el miedo- es una condición necesaria para asegurar un mínimo de calidad en la decisión.
Reaccionar con enojo nos puede llevar a un círculo vicioso en el que la otra parte reaccionará más fuerte, arrastrando a todos al ámbito del perder-perder. Es importante evitar la reacción impulsiva. Buscar diferirla, sublimarla, encontrar el delicado equilibrio entre sacar la negatividad para afuera, pero sin que sea reaccionar desde el enojo.
El temor guarda íntima relación con lo desconocido, con el futuro, con la muerte, con el qué dirán, con el fracaso. Sin embargo, este sentimiento tiene en general un componente ficticio. Hay un punto en que la mente no distingue realidad de fantasía (por eso nos dan miedo las películas de terror); y esto puede restarle mucha asertividad al análisis al momento de decidir. El miedo es imaginario. Pero el riesgo es real.
Es clave medir el riesgo a la hora de sopesar alternativas, pero hacerlo debería ser algo que reduzca el miedo, no que lo incremente. El miedo desmedido puede arrastrarnos a lo que se conoce como “parálisis por análisis”, demorando indefinidamente la elección. Las alternativas se van desgastando, el entusiasmo se va erosionando, el dinero disponible pierde su valor, etcétera.
Lo peor que nos puede pasar es que una emoción negativa decida por nosotros.
- Vibración contamina argumento
Muchas veces tomamos decisiones emocionales que luego racionalizamos a posteriori, en lugar de razonarlas a priori, regulando la emoción. Sucede que somos muy buenos encontrando -¡o inventando!- argumentos racionales para justificar una decisión basada en el miedo, o el enojo, o alguna otra emoción disfuncional. Es importante para esto estar atentos a la “ley de atracción”, que asegura que parecido atrae parecido. Es decir, el sentimiento del que parte una decisión, impregnará lo que hagamos, por muy “racional” o positivo que parezca.
- Equilibrar intuición e intelecto
La intuición es aquella inteligencia rápida, con la que tomamos decisiones en automático, en general en el mundo de lo cotidiano. Se puede descansar en la intuición para decisiones sencillas.
El intelecto, por su parte, está vinculado a lo lógico-racional, y sirve para estructurar, planear y especular. Es útil para decisiones de complejidad y de alto impacto. El procesamiento intelectual asegura calidad en el proceso de decidir, pero por otro lado agota, estresa, consume glucosa y energía.
El secreto es:
a) No usar el intelecto para decisiones fáciles, pues es como matar mosquitos a cañonazos.
b) No basarse sólo en la intuición para decisiones importantes. Ya que puede ser rápida, pero es incompleta a la hora de sopesar objetivos, contrastar alternativas, construir probabilidades.
Animarse a morir a lo que no se elige, comprometerse al ciento por ciento (al menos por un tiempo) con la opción seleccionada, estar en regulación de las emociones disfuncionales y equilibrar la intuición y el intelecto son la base de toda buena decisión.
Ezequiel Starobinsky
Autor del libro “El Arte de Decidir”, Profesor “Teoría de la decisión”, Gerente de Banco, Master Economía.
Datos de contacto:
instagram.com/ezequielstarobinsky
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