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OPINIóN | 15-07-2021 15:17

Fin a la revolución, principio al orden

Por qué se tomó la decisión de declarar la independencia el 9 de julio de 1916.

El 24 de marzo de 1816, en la pequeña ciudad de Tucumán, abre sus sesiones el segundo Congreso Constituyente convocado en las Provincias Unidas del Río de la Plata. Las jurisdicciones representadas en la asamblea no cubren el extenso mapa del exvirreinato. Las ausencias obedecen a distintas razones. Algunas provincias, como las del Alto Perú, están dominadas por fuerzas leales a la metrópoli; las que conforman la Liga de los Pueblos Libres, con Artigas como Protector, expresan su disidencia ante la política centralista de Buenos Aires; y Paraguay mantiene un camino autónomo tanto respecto de España como de los gobiernos revolucionarios instalados en la capital rioplatense. En sus primeros momentos, el Congreso atiende diversas cuestiones. Pero muy pronto los diputados advierten sobre la dispersión que implica debatir asuntos no prioritarios y una comisión de tres miembros presenta una reseña de cuestiones que deben encarar sin dilación: la primera es declarar solemnemente la independencia y redactar un manifiesto que acompañe la declaración. Se estipula, además, la celebración de pactos generales con las provincias y los pueblos de la unión previos a la Constitución, la discusión sobre la forma de gobierno más conveniente, la redacción de un proyecto constitucional y la necesidad de un plan para sostener la guerra.

El 9 de julio se da cumplimiento al primer objetivo de la nota y se declara la independencia, por unanimidad de votos, en nombre de las Provincias Unidas de Sud América. El acta proclama “romper los violentos vínculos que las ligaban a los Reyes de España, recuperar los derechos [de] que fueron despojadas, e investirse del alto carácter de una Nación libre e independiente del Rey Fernando VII[,] sus sucesores y Metrópoli”. Al día siguiente, Tucumán celebra el evento con gran pompa: misa solemne, desfiles, tropas que rinden honores y una población que vitorea por las calles. Por la noche se ofrece un baile al que asisten los diputados y las autoridades civiles y militares. La noticia debe propagarse por el resto de las provincias y se decide imprimir tres mil ejemplares del acta de la independencia –mil quinientos en español, mil en quichua y quinientos en aymara– para que sea difundida “en todos los puntos del país” y jurada por las principales corporaciones de cada provincia. A medida que la novedad arriba a los lejanos territorios, los festejos se reiteran en las ciudades y los pueblos.

Los juegos de la política

La declaración de la Independencia

La declaración de la independencia de las Provincias Unidas se produce pocos días después de que las princesas de Braganza inician el cruce del Atlántico para cumplir con los contratos matrimoniales y las tropas portuguesas emprenden su avance hacia la Banda Oriental. La simultaneidad de los tres acontecimientos invita a observar lo que ocurre en el foco revolucionario rioplatense, mientras las cortes europeas exhiben su estupor ante los cursos de acción desplegados desde Río de Janeiro. La coyuntura es, sin duda, muy sombría para el gobierno de Buenos Aires que, divorciado del poder de Artigas en el litoral entero, se ve cercado por las fuerzas realistas que desde el bastión leal de Lima han logrado dominar Chile y el Alto Perú. Con los ejércitos lusos camino a la frontera, la región podría ser rápidamente reconquistada si los enlaces dinásticos a punto de concretarse confirman la hipótesis de una alianza entre Portugal y España. Por el momento, se desconocen los objetivos de la corte de Brasil, y por supuesto se ignoran las derivas que tendrán los sucesos del Atlántico Sur en el Viejo Mundo.

¿Por qué, en un ambiente tan hostil y amenazante, las dirigencias de las Provincias Unidas dan el paso que no se atrevieron a dar luego de 1810? Un acto paradojal si se considera que está encabezado por un Congreso donde la mayoría de los diputados dista de expresar los principios del ala más radical del bloque revolucionario. Una de las claves de la respuesta se cifra en el terreno militar. Definir un nuevo estatus jurídico para las Provincias Unidas y erigirlas en una nueva nación dentro del concierto de naciones es un paso imprescindible para transformar la guerra –que a esa altura parece irrefrenable– en un enfrentamiento reglado a escala continental, con ejércitos que deben luchar contra un enemigo declarado y en las mismas condiciones, según establece el derecho natural y de gentes que rige las relaciones internacionales. Así lo entiende José de San Martín, quien está a cargo de la gobernación intendencia de Cuyo y desde hace tiempo presiona para declarar la independencia: sin ella “los enemigos (y con mucha razón) nos tratan de insurgentes, pues nos declaramos vasallos”. El reclamo de San Martín pretende dar un giro sustantivo a la estrategia bélica, que consiste en abandonar la ofensiva por el Alto Perú para trasladarla a Chile, y desde allí avanzar sobre el centro realista de Lima.

Pero más allá de la cuestión militar, en la “encrucijada de la independencia” –así llamó Natalio Botana a ese momento– palpita una clave política que, al debatirse la futura forma de gobierno, explica una variante que se modula en más de una opción para poner “fin a la revolución [y] principio al orden”, según enuncia el decreto aprobado por el soberano Congreso tres semanas después del acta de emancipación. En esa encrucijada, las opciones que se presentan reflejan una íntima conexión entre los campos de la política, de la guerra y de la diplomacia, cuyas proyecciones en América y Europa no descartan la hipótesis de una coalición entre España y Portugal.

Los acontecimientos que preceden a la declaración de la independencia dejan traslucir que será difícil deslindar cuáles asuntos atañen a la política interna y cuáles a la política exterior. En abril de 1816 Álvarez Thomas renuncia al cargo de director supremo y –a la espera de una resolución definitiva del Congreso que sesiona en Tucumán desde marzo– con carácter interino se designa al general Antonio González Balcarce. A fines de junio comienzan a arribar a la capital las noticias del avance portugués hacia la Provincia Oriental y la Junta de Observación presiona a González Balcarce para que negocie una reconciliación con Artigas ante la inminente ocupación de las fuerzas lusitanas. El director interino actúa en consecuencia y le envía una misiva al Protector del litoral: lamenta el reciente fracaso de la comisión enviada a Santa Fe para pacificar el conflicto con esa provincia, que está bajo la órbita de la Liga de los Pueblos Libres. Lo invita “encarecidamente” a enviar una diputación a Colonia u otro punto de la costa “con el fin de concordar de una vez las pasadas desavenencias” ante las “actuales circunstancias en que una expedición de enemigos externos por varias noticias contestes amenaza próximamente al País”. El director interino se compromete a facilitar la defensa del territorio oriental y garantiza la “independencia y libertad de esa hermosa provincia”. A la semana siguiente, desde Purificación, el Protector responde con una lacónica nota; considera “injusta su solicitud relativa al logro de la unión” mientras persiste el bloqueo de los puertos de Santa Fe y Paraná. González Balcarce se encuentra ante una situación complicada, con disputas facciosas dentro de la capital y un movimiento confederacionista que reclama independencia para la provincia de Buenos Aires, y sin instrucciones del Congreso que orienten sus gestiones. El desdoblamiento de los dos poderes entre las lejanas ciudades de Tucumán y Buenos Aires (median más de 1200 km de distancia) no colabora a la gobernabilidad en un momento crucial. En una comunicación confidencial, el director interino señala a los diputados que los documentos sobre relaciones exteriores del representante en Río de Janeiro no aclaran cuáles son las intenciones del gobierno portugués, de modo “que carecemos de toda brújula en la dirección de negocios tan delicados”. Informa, además, “que hasta dudamos de la parte que puede tener el general Artigas en aquel movimiento” y que en la capital “las diferencias intestinas contribuyen también a aumentar la agitación”. González Balcarce teme que tanta inacción lo lleve a perder la “confianza pública acusándolo de traidor”.

El documento es premonitorio. Pocos días después, los grupos de oposición lo acusan de entregar la Provincia Oriental a los portugueses y es desplazado del cargo. Para fundamentar la destitución, el 11 de julio la Junta de Observación y el Cabildo expiden una proclama que lo acusa de apatía “para preparar la defensa del país”. Una Junta gubernativa lo reemplaza a la espera del arribo del supremo director propietario que han elegido los diputados del Congreso: Juan Martín de Pueyrredón, de larga trayectoria militar y política desde las invasiones inglesas, quien emprende su camino a Buenos Aires para tomar posesión del cargo. En el trayecto, el flamante director hace una escala en Córdoba para reunirse con San Martín, que acude desde Mendoza, con el objeto de consensuar la futura estrategia bélica: la decisión de proseguirla por la vía del Pacífico está en marcha.

El 19 de julio, la publicación en Buenos Aires del bando que anuncia solemnemente la declaración de la independencia se da en un ambiente agitado, sembrado de confusiones y denuncias cruzadas. Ese mismo día, en Tucumán, alertados los diputados sobre las novedades del avance portugués, se decide agregar al acta de juramento que la independencia se declara también respecto de “toda otra dominación extranjera”. La sorpresiva entrada de Portugal en esa área del tablero desorienta a todos. Entre las dudas que suscitan los acontecimientos de ese febril mes de julio se destaca la incógnita acerca de si el avance luso se hace en consonancia con España. En ese contexto, cobra suma relevancia la gestión del enviado García en Río de Janeiro. En realidad, sus instrucciones y los pasos que ha dado desde 1815 son un misterio. No se sabe dónde están los papeles que acreditan su representación ni las misivas intercambiadas con los dos directores ya renunciados. Ante el reclamo que eleva el gobierno desde la capital sobre las negociaciones entabladas en Brasil, los diputados consultan a la comisión de relaciones exteriores del Congreso y deciden debatir el asunto en sesión plenaria y secreta, con expresa promesa de mantener el mayor sigilo. De allí en más, las deliberaciones sobre el tema se desarrollan en sesiones secretas.

Los miembros de la comisión informan sobre los documentos que poseen sobre relaciones exteriores, remitidos por el exdirector Álvarez Thomas. Por un lado, cuentan con los reportes que describen el fracaso de las gestiones diplomáticas encabezadas por Sarratea y secundadas por Belgrano y Rivadavia en Londres para coronar al infante Francisco de Paula; por el otro, disponen de cinco oficios de García fechados de marzo a julio de 1816, entre ellos la enigmática misiva donde menciona la entrega de ciertos pliegos a la corte de Brasil y afirma que sería una imprudencia hacer una relación detallada de los documentos intercambiados. El Congreso solicita a Pueyrredón, ya instalado en Buenos Aires, que requiera toda la información sobre la misión de García a los exdirectores supremos. A fines de agosto arriban a Tucumán los pliegos del director con seis comunicaciones del enviado García fechadas en el primer semestre del año. De su lectura los diputados obtienen elementos adicionales para reconfirmar “la dificultad de resolver en la materia cosa alguna en medio de la oscuridad y misterio en que están envueltas las varias comunicaciones del diputado acerca de la Corte del Brasil”. En los días siguientes, continúan debatiendo el asunto y designan una misión para tratar con el general Lecor y con quien lo ha acompañado en su empresa, el oriental Nicolás Herrera. Mientras tanto, manifiestan al director “la general resolución del país a defender su libertad e independencia a toda costa” y lo instan a “solicit[ar] la unión del general Artigas, inspirándole confianza y dándole auxilios que sean posibles, sin exponer la seguridad de esta Banda”.

Las instrucciones para los comisionados, que deberán dirigirse al jefe de las fuerzas de ocupación, están listas y se debaten en la sesión secreta del 4 de septiembre. Las extensas instrucciones reservadas aclaran, desde un comienzo, que “la base principal de toda negociación será la libertad e independencia de las provincias representadas en el Congreso” y luego plantean diversas cuestiones. Se le exigirá a Lecor que presente todas las pruebas de las transacciones celebradas por García con el gobierno de Brasil; se lo informará sobre el verdadero estado de “estos pueblos desimpresionándolos de las ideas exageradas que acaso habrán formado del desorden en que nos suponen”; se lo pondrá al tanto de las “fundadas esperanzas de progresar en Chile” y de “arrojar del Alto Perú las legiones que lo ocupan”; se “le hará ver que los Pueblos recelosos de las miras que podrá tener el Gobierno Portugués sobre esta Banda se agitan demasiado, y que esta agitación les hace expresar el deseo de auxiliar al General Artigas”, y que si el objeto del gabinete luso “es solamente reducir a orden a la Banda Oriental, de ninguna manera podrá apoderarse del Entre Ríos por ser este territorio perteneciente a la provincia de Buenos Aires”.

Hasta allí el soberano Congreso busca dar una imagen de fortaleza, tanto respecto del orden que ha venido a imponer frente a la “anarquía” –principal argumento de la ocupación lusa– como de la expectativa optimista que tiene –o desea transmitir– sobre la futura campaña hacia Chile. Al mismo tiempo marca el terreno de la disputa interna que atraviesa a las provincias del exvirreinato: la Banda Oriental en manos de Artigas es un poder, y otro diferente es el que domina la “otra Banda”. Una toma de posición que no deja de estar en sintonía con la entonada respuesta que el 24 de julio le envía Artigas al director supremo, desde Purificación, al tomar conocimiento de la declaración de independencia pronunciada en Tucumán: “Ha más de un año que la Banda Oriental enarboló su Estandarte Tricolor y juró su independencia absoluta y respectiva. Lo hará V. E. presente al Soberano Congreso para su superior conocimiento”.

Las instrucciones pasan de inmediato al segundo cometido que proponen los diputados: expresar a la corte portuguesa los sentimientos que los animan respecto de la futura forma de gobierno.

El comisionado debía persuadir al gabinete de Brasil de declararse “protector de la libertad e independencia de estas provincias restableciendo la casa de los Incas y enlazándola con la de Braganza, sobre el principio por una parte de que unidos ambos Estados se aumentará sobremanera el peso de este continente hasta poder contrabalancear el del Viejo Mundo” ante la “obstinada resolución de estos Pueblos de no existir sino en clase de una Nación”. Se entrelaza así el plan, expuesto por Manuel Belgrano al Congreso tres días antes de declararse la independencia, de coronar una dinastía incaica con la aspiración de obtener la protección de Portugal.

Belgrano acaba de regresar de su misión en Londres –mientras Rivadavia permanece en París– y llega a Tucumán para hacerse cargo, una vez más, del Ejército del Norte. Los diputados lo convocan para que los informe sobre la situación en Europa en pos de orientar sus futuras decisiones. Las opiniones que vierte Belgrano en el recinto el 6 de julio son por demás contundentes: las ideas republicanas ya no tienen predicamento alguno y, por el contrario, se “trataba de monarquizarlo todo”; Inglaterra no movería una sola pieza para apoyar la causa americana; y respecto del avance de las tropas portuguesas, considera que no tienen intenciones ofensivas contra las Provincias Unidas sino que buscan “precaver la infección en el territorio del Brasil”.

Si la oferta de unir el linaje de los Incas con el de los Braganza resulta rechazada, el comisionado debe proponer “la coronación de un infante de Brasil en estas provincias, o la de cualquier otro infante extranjero, con tal que no sea de España, para que enlazándose con alguna de las infantas del Brasil gobierne este país bajo una Constitución que deberá presentar el Congreso”. En caso de dar anuencia a cualquiera de las proposiciones, el gobierno portugués quedará a cargo de allanar su aceptación ante la corte de Madrid. En tanto, en las instrucciones reservadísimas se estipula averiguar –con sigilo y circunspección– la conducta pública que han tenido Herrera y García en Brasil, como asimismo las intenciones que hubiesen dejado traslucir con esa corte y con la de España, y sobre todo si “existen tratados y convenciones entre los gabinetes del Brasil, España e Inglaterra para la subyugación de las Américas o de este territorio”. Por fin, se estipula una última alternativa: “Si se le exigiese al Comisionado que estas Provincias se incorporen a las del Brasil, se opondrá abiertamente”; pero si Portugal insistiese en el empeño, el representante les indicará “que formando un Estado distinto del Brasil, reconocerán a su monarca al de aquel mientras mantenga su Corte, en este Continente, pero bajo una constitución que le presentará el Congreso”.

Las instrucciones son aprobadas, no sin que algunos diputados “salven sus votos”. Entre los votos salvados se destaca el de Godoy Cruz, diputado por Mendoza, quien afirma que “lo hacía con la modificación que la primera proposición, que debe hacer el enviado, sea forzosamente sobre el principio de que la forma de Gobierno más estimada por los Pueblos, y por la cual tienen opinión de decidirse es la republicana”. La aclaración del cuyano es un llamado de atención sobre las dificultades que acarreará la decisión de un Congreso que, en nombre de la soberanía de las provincias que representa y facultado por su nuevo estatus jurídico, se lanza –apenas dos meses después de declarar la independencia– a definir tanto la futura forma de gobierno dentro del marco de una monarquía constitucional como las opciones dinásticas que la encarnarían. No solo eso: también se lanza a pedir la protección de Portugal e incluso, como última instancia, a reconocer a su rey siempre que se cumplan dos condiciones: que el reconocimiento se haga en observancia de una Constitución propia y que el monarca y su corte tengan su sede en América.

Alejados del centro del poder capitalino, donde la opinión pública está movilizada por el avance luso y agitada por una prensa que debate intensamente sobre la futura forma de gobierno –con periódicos que impulsan variantes republicanas con diversos grados de centralismo o federalismo y otros que defienden modelos monárquicos constitucionales templados–, los diputados definen un rumbo.

 

 

-Historiadora, investigadora del Conicet y miembro de la Academia Nacional de la Historia de la República Argentina. Su último libro es “Los juegos de la política. Las independiencias hispanoamericanas frente a la contrarevolución” (Siglo XXI).

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