Una metáfora de Schopenhauer resulta útil para explicar cómo debe ser la relación de Macri con Bolsonaro. Para conjurar los efectos más atroces de la voluntad humana, el filósofo alemán sostuvo que los miembros de la sociedad deben estar como los puercoespines entre sí: ni tan alejados que se mueran de frío ni tan amontonados que se hieran con sus espinas.
Alejado del gobierno de Brasil, un gobierno argentino padecería los rigores del frío. Pero abrazándose a Jair Bolsonaro, el presidente argentino podría herir gravemente su imagen. En definitiva, un rasgo valorable de Macri es el que señala Beatriz Sarlo, una de sus más lúcidas cuestionadoras: es un “moderado”.
El brasileño no es un moderado, sino un “ultra”. De los dos, quien está políticamente más cerca de Sebastián Piñera, es Macri. El presidente chileno es un buen parámetro. Un claro ejemplo de derecha moderada. Y es probable que el establishment económico de Brasil logre convertir a Bolsonaro en un presidente que se parezca al chileno. Pero, hasta aquí, el Bolsonaro conocido se parece al jefe de Estado filipino Rodrigo Duterte, un extremista violento que dispara discursos cargados de odio y combate el crimen de manera criminal.
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Por ahora prevaleció el equilibrio. Al destrato perpetrado por el nuevo líder brasileño al decidir que Chile sea su primer destino (y no Argentina como ha sido desde hace años) a lo que se sumó Paulo Guedes menospreciando el Mercosur, Macri respondió no viajando a la asunción de Bolsonaro. Pero para no exponerse al “frío” del alejamiento, se realizó esta visita oficial en la que el tamaño de la comitiva argentina muestra la medida de su interés por la relación estratégica con Brasil.
Hasta Evo Morales tiene en claro que en Sudamérica distanciarse de Brasil no es precisamente una buena idea. Primero, el presidente boliviano dio un recreo a su izquierdismo regional para acudir a la asunción de Bolsonaro. Y a renglón seguido extraditó a Italia a Césare Battisti, condenado por actos terroristas en la década del setenta que perdió su refugio en Brasil cuando asumió el nuevo mandatario.
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Ajuste. La cuestión para Macri es calibrar el vínculo para no quedar pegado a lo que puede terminar siendo un gobierno extremista. Al mismo tiempo que mantiene la alianza estratégica entre ambos países, no debe olvidar que su imagen en el espejo brasileño era Geraldo Alkmin, el candidato del PSDB, y su modelo debe ser Fernando Henrique Cardoso.
Pero la deriva económica de su gobierno y el debilitamiento extremo de su liderazgo podrían tentarlo a buscar el “efecto Bolsonaro” que recorre el subcontinente desde el triunfo del ex capitán. Al intentar revivir el Mercosur y fortalecer el vínculo entre Buenos Aires y Brasilia, no debe perder de vista ciertos riesgos que implica alinearse demasiado con un gobierno de instintos extremistas. Por ejemplo, los que implica pasar de la “inacción cómplice” a la confrontación contra el esperpéntico régimen que impera en Venezuela.
Una cosa es recurrir a todos los medios diplomáticos y económicos para liberar a los venezolanos de la calamitosa dictadura de Maduro, y otra muy distinta es buscar una “solución militar” que podría derivar en una guerra atroz de impredecibles consecuencias para Venezuela y para la región.
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El hecho de que el presidente de Colombia sea un uribista de paladar duro, como Iván Duque, y que el gobierno de Brasil esté encabezado por un “ultra” que idolatra la violencia, crea un cerco geopolítico sobre Venezuela que podría tentar a Bogotá y a Brasilia con un ataque simultáneo por dos frentes.
A pesar de la exhibición de apoyo militar que hizo Vladimir Putin, es difícil imaginar que Rusia se aventuraría en una guerra para salvar al régimen de Maduro. China tampoco se involucraría y es poco probable que Cuba asuma semejante riesgo. No obstante, el régimen castrista no sólo aportó adoctrinamiento al chavismo. También organizó sus aparatos de inteligencia y preparó la estructura militar chavista para resistir una invasión de potencias extranjeras.
La probabilidad de que una aventura militar hunda a Sudamérica en un caos de dimensiones impredecibles es demasiado alta. La sensatez parece indicar que la “inacción cómplice” no debe ser reemplazada por el aventurismo militarista, sino por acciones como el cerco financiero asfixiante que propuso el ex presidente uruguayo Julio María Sanguinetti.
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Además, un líder que, como Bolsonaro, hizo carrera política reivindicando el golpe de Estado que inició el general Mourao Filho y el régimen autoritario que se erigió tras la caída de Joao Goulart en 1964, no tiene autoridad moral para denunciar la dictadura chavista y reclamar democracia en Venezuela.
La etapa anterior a Bolsonaro y Macri se caracterizó por las relaciones de “amigotes” mantenidas por un puñado de presidentes que reivindicaban la afinidad política como instrumento de integración. Aquel “amiguismo” ocultaba complicidades en negociados corruptos y la afinidad política, lejos de fortalecer la integración, la obstaculizaba, porque los procesos integradores son vigorosos cuando se tejen desde la relación entre los estados, no desde la amistad o afinidad entre sus respectivos presidentes.
Pasar de un club de “amigotes izquierdistas” a un club de “amigotes derechistas” implicaría continuar transitando por la inconducente vía de los ideologismos. Hacia los beneficios de la integración se marcha por la vía de la solidez institucional. Un camino que pasa muy lejos de los liderazgos mesiánicos que caracterizan a los autócratas ideologizados.
Por el momento, de Macri sólo resulta claro su inoperancia económica y su rescatable “moderación”. Bolsonaro aún debe convertirse en un demócrata, haciendo una pública autocrítica por sus apologías del autoritarismo y las violaciones de Derechos Humanos. Mientras eso no ocurra, lo aconsejable es actuar siguiendo la metáfora de Schopenhauer sobre los puercoespines.
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