Conocí profesionalmente a Héctor Larrea hace más de una década cuando comencé a trabajar en Radio Nacional. Digo profesionalmente porque, en realidad, ya lo escuchaba desde que era chico. Nací en marzo de 1980 y mi padre está desaparecido desde agosto de ese mismo año. En casa mamá sostenía sabiamente dos leyes fundamentales: la luz y la radio encendidas. Lo hacía para afrontar la oscuridad y el silencio en una Argentina que aún vivía en dictadura.
La radio nos reunió muchos años después, en los estudios de Nacional y en cada evento que lo requería como invitado especial para reconocer su trayectoria o recibir un premio. “¿No me acompaña, amigo?”, repetía cada vez que un acontecimiento público lo convocaba. Y entonces se volvió rutina pasarlo a buscar por su casa, sentarme al volante y desandar cada paso de su recorrido en la historia de la radio en sus primeros cien años de vida, y sobre su protagonismo en varias de las últimas décadas que retaceaba en reconocer.
Cuando llegábamos a destino y Héctor ingresaba se producía ese silencio respetuoso que sólo provocan quienes marcaron un camino. Y cada vez me resonaba como si hubiera entrado el sabio de la tribu, el patriarca, esta figura que reconozco como la del hombre que ha diseñado una huella sin prepotencia y que, en tiempos de plataformas digitales, viene a subrayar que la radio es comunicación, compañía, amabilidad y vehículo de cultura. Su imagen, deliciosamente anacrónica, con su sombrero Panamá que le da un matiz gardeliano, crecía a medida que avanzaba y saludaba con humildad a quienes se le acercaban.
Durante aquellos viajes y en cada semáforo en rojo que nos detenía pensaba: “tiene que hablar de su vida en la radio, darle forma de libro”. Le propuse que lo escribiera y me explicó –con esa elegancia verbal que lo caracteriza- que su pudor no se lo permitía. Por eso decidí contar su historia.
En una vida se viven muchas vidas, pero en la de Larrea más. La identidad tiene distintos gajos. La de él comenzó a moldearse en Bragado, en los estirados tiempos de pueblo, cuando siempre hay hueco para todo. “La infancia es la patria de un hombre”, escribió el poeta, y la de Héctor fue una patria feliz, amasada entre la calle y la casa, entre la propaladora y la siesta. Ese aire puro de origen luego lo condimentó con una porteñidad total, abrazado por la adrenalina de las luces de la gran ciudad. Buenos Aires lo adoptó, entre sus miserias y sus picardías, entre las orquestas típicas y los rebusques por dar el “batacazo” para cumplir el sueño: hacer radio.
Y la hizo. Pura prepotencia de trabajo, claridad de objetivos. No hay magia. Sí mucho entrenamiento detrás de la amabilidad, de la alegría y buena onda y del aparente desorden que prima en su manera de encarar el noble oficio de conductor y realizador de programas populares. Al modo de un “gentleman” del aire y un laburante del día a día, se duerme y se levanta pensando en hacer su trabajo cada día mejor. Esa es su obsesión.
“Medio chúcaro, vergonzoso, ansioso, inseguro y con un gran temor al ridículo”, confesó alguna vez. Por momentos se lleva mal consigo, pero últimamente hizo un pacto de no agresión. Mira para atrás y siente que la vida le pasó muy rápido. “Mete miedo ese vértigo”, susurra a veces.
La figura de Larrea es tan cercana, que parece que es amigo de cada uno de nosotros, los oyentes. Maneja variaciones de una argentinidad que no se le juega en ningún subrayado. Es eso que ocurre sin que nos demos cuenta: un proyecto artístico e intelectual que es, al fin, un cruce de geografías, de tierras, de canciones. Un puerto de partida más que de llegada.
Ríe con esa risa ancha que es su sello y acaso una de las más eficaces llaves que hace décadas abrieron el corazón de muchos argentinos.
Larrea en la búsqueda de un estilo propio creó un molde fundacional de conducción. Su condición de clásico es tan rotunda que no se lo puede identificar claramente con ningún periodo específico de la historia argentina.
Su palabra es la de la cultura popular un segundo previo a que lo popular fuera apropiado por el mercado. Lo popular así, a secas, más allá de ideologías. Con firmeza y con ternura. Su oído es radial y absoluto. Larrea construyó un puente generacional sin aduanas en donde circulan libremente la música y el humor, el conocimiento y la memoria.
Sigue haciendo radio desde su casa por Nacional, cuidándose, de lunes a viernes de 14 a 16 y los domingos no descansa: hace un programa especial dedicado a su admirado Carlos Gardel junto a Norberto Chab. Me doy el gusto de producirlo.
El día que venda mi auto pondré en el aviso: “Vendo coche en buen estado que -de yapa- fue testigo de la vitalidad y los recuerdos del gran conductor de la radio y la televisión de la Argentina”.
Martin Giménez es autor de “Héctor Larrea. Una vida en la radio”. (Gourmet Musical)
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por Martín Giménez
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