“¡Sexo, sí! ¡Género, no!”, gritaban los cientos de miles de manifestantes, de una manera un tanto extraña, en las protestas de la Manif Pour Tous en contra del matrimonio igualitario de las que pude ser testigo en París en 2013. Reclamaban el restablecimiento del binarismo de género otorgado por Dios sobre las arenas movedizas que suponían las relaciones sociales definidas por el término género.
En los años siguientes, una lucha contra la “teoría de género” —o, en ocasiones, la “ideología de género”— provocó movilizaciones masivas desde París hasta Ciudad de México y São Paulo. La lucha, ante todo, era católica, pero se convirtió en la cámara de compensación ideológica del siglo XXI para la cooperación entre todos los conservadores cristianos, incluyendo a los ortodoxos rusos en Europa del Este y a los evangélicos en toda América. Recogía todos los asuntos en contra de los cuales luchaban los conservadores sociales, desde los métodos anticonceptivos hasta la educación sexual, pasando por el aborto y el matrimonio gay, y los colocaba bajo una sola teoría perniciosa que, supuestamente, estaba en el corazón del “experimento” occidental secular: la mera idea de que el género existiera.
Te puede interesar: "Mirtha Legrand, la reina de House of the Dragon"
El Vaticano empezó a pronunciarse en contra del género como respuesta a los éxitos que fue consiguiendo el movimiento feminista en cuanto a los derechos sexuales y reproductivos, que fueron reconocidos en dos conferencias revolucionarias de las Naciones Unidas: la Conferencia Internacional sobre la Población y el Desarrollo, en El Cairo en 1994, y la Conferencia Mundial sobre la Mujer, en Pekín un año después. Incluso antes de que lo nombraran papa una década más tarde, el conservador Benedicto XVI estaba activando la alarma sobre el género, y en cuanto se convirtió en papa habló públicamente sobre los peligros de las “teorías sobre el género”: en 2008, dijo que el hombre tenía que ser protegido “de su propia destrucción”, que llegaría con dichas ideas. En ese sentido, su sucesor, Francisco I, estaba de acuerdo. En un discurso que dio en Polonia en 2016, dijo: “Dios creó al hombre y a la mujer. Dios creó el mundo de una manera… Y nosotros estamos haciendo precisamente lo contrario”.
Francisco I se labró una reputación compasiva hacia los homosexuales: “Si una persona es gay y busca a Dios y tiene buena fe, ¿quién soy yo para juzgarlo?”, dijo en 2013, y más tarde apeló a la Iglesia para que se disculpara ante las personas gays a las que había ofendido. Pero se convirtió en un guerrero implacable en contra del “género”, situando la lucha —como tantos críticos de los derechos LGTB hicieron— en el marco de la desigualdad geopolítica: “Se están produciendo formas genuinas de colonización ideológica” en el mundo, dijo en el discurso de Polonia. “Y una de esas —la llamaré por su nombre— es “género”. Hoy en día a los niños —¡a los niños!— se les enseña en las escuelas que todos y todas pueden escoger su sexo. ¿Por qué les enseñan esto? Porque los libros los facilitan las personas e instituciones que os dan dinero”.
Te puede interesar: "Doomscrolling, la adicción a las malas noticias"
El movimiento en contra de la “teoría de género” tenía mucha fuerza en Francia, donde durante mucho tiempo prevaleció una escala de valores que respetaba la naturaleza en la reproducción: la gestación subrogada fue prohibida inmediatamente, igual que los tratamientos de fertilidad para quienes no constituyeran una pareja heterosexual. Dos años antes de la Manif Pour Tous en Francia, los activistas en contra de la teoría de género se anotaron la primera victoria importante cuando consiguieron evitar la introducción del concepto de género en los libros de texto de Biología de secundaria. “Mientras que el matrimonio igualitario solo afecta a un grupo minoritario, la enseñanza siempre es una preocupación para la gran mayoría”, escribió el sociólogo Éric Fassin al explicar cómo estaban cambiando de táctica los católicos franceses desde el “ataque contra el matrimonio gay” a “una polémica en contra de la 'teoría del género'”.
Había algo más tras este cambio estratégico: los acólitos iban muy por delante de la Iglesia cuando se trataba de aceptar la homosexualidad, tanto en Francia como en otros lugares. Esto formaba parte de una tendencia más grande. Mientras que gran parte del mundo monoteísta se estaba volviendo más devoto o teocrático en el siglo XXI, las dos regiones donde el catolicismo era dominante —Europa y Latinoamérica— estaban girando en sentido contrario. Nada dejaba esto más claro que las luchas que hubo por el matrimonio igualitario en dos países católicos: Argentina en 2010 e Irlanda en 2015.
En Argentina, en 2010, solo alrededor del 20% de los católicos asistían a misa semanalmente, mientras que el 57,7% aprobaban el matrimonio igualitario, según una encuesta que se hizo en toda América. Era el segundo recuento más alto de todo el continente, después de Canadá —63,9 %—, y notablemente más alto que el de Estados Unidos —tan solo el 47%—. Cuando la entonces presidenta argentina, Cristina Fernández, llevó a su gobierno a que abogara por el matrimonio igualitario, algunos comentaristas creyeron que estaba aprovechando el asunto para marcar una línea rosa contra una Iglesia que la había criticado con severidad, tanto a ella como a su marido y predecesor, Néstor Kirchner, por el fracaso de sus gobiernos a la hora de tratar las desigualdades y la pobreza.
Te puede interesar: "Secta del horror: series y documentales sobre hechos reales para ver en streaming"
Si se trataba de una trampa, el cardenal Bergoglio —a punto de ser el papa Francisco I— cayó fulminantemente. Lideró una lucha acalorada en contra de la reforma utilizando un discurso que no tenía demasiado sentido en el mundo moderno: el matrimonio igualitario era “la envidia del demonio, a través de la cual se introducía el pecado en el mundo y que con astucia se propone destruir la imagen de Dios: hombre y mujer”. La presidenta Fernández comparaba el fervor de la Iglesia sobre el asunto con “los tiempos de la Inquisición”, un ademán retórico que cayó en terreno fértil por la manera en que resaltaba la hipocresía católica.
En Argentina, la Iglesia católica perdió la influencia moral que tenía por su complicidad en la “guerra sucia” durante la dictadura militar ocurrida entre 1976 y 1983. La Iglesia perdió también la instancia moral suprema en Irlanda, principalmente, por la protección inconcebible que otorgó a los curas pedófilos. Cuando se celebró el referéndum sobre el matrimonio igualitario en el país en 2015, el autor Colm Tóibín se fijó en que la autoridad moral había cambiado de la Iglesia a quienes eran percibidos como sus víctimas, entre quienes debían incluirse, por supuesto, los homosexuales, los menores que habían sufrido abusos y las mujeres a quienes se les había negado el acceso al aborto o a las que se las había obligado a renunciar a sus hijos si no estaban casadas. En este contexto, igual que en Argentina, la oposición de la Iglesia al matrimonio entre personas del mismo sexo parecía que lo único que conseguía era aumentar el número de personas que lo apoyaban. El 62% del electorado irlandés votó a favor de legalizar el matrimonio igualitario en el referéndum, la primera victoria de este calibre a nivel global.
Algunos datos de Estados Unidos sugieren un segundo motivo por el que tantos irlandeses podrían haber votado que sí en el referéndum, en contra de las directrices de su Iglesia. Entre 2006 y 2009, Freedom to Marry, una organización que abogaba por el matrimonio igualitario en Estados Unidos, dirigió una serie de grupos de discusión y descubrió que mientras que la Iglesia católica ejercía “un gran impacto” en la actitud que tenían las personas latinas sobre la homosexualidad, el impacto se veía disminuido “cuando la experiencia y el conocimiento de primera mano de personas homosexuales no se ajustan a lo que dice la Iglesia”.
Puede que este fuera el punto clave en el referéndum irlandés. Colm Tóibín lo dijo así: “Es una sociedad íntima, ahora todo el mundo conoce a alguien que es gay o cuyo hermano o primo es gay. Es personal antes que político”. Tres años más tarde, en 2018, el electorado irlandés votó con un margen aún mayor permitir el aborto en ciertas circunstancias: de nuevo, el fervor de la Iglesia jugó en su contra ante la experiencia —y el conocimiento personal— de mujeres que habían tenido que “irse de viaje”, como decía el eufemismo, para encargarse de embarazos de riesgo o no deseados en Gran Bretaña.
Tiernan Brady, un líder y activista irlandés, se mudó a Australia para dirigir la campaña por el matrimonio igualitario en ese país cuando el gobierno accedió a que se realizara una “encuesta por correo” sobre el asunto en 2017. Brady utilizó la plantilla irlandesa y se centró en el “poder del relato humano”, dijo. “La gente aquí necesita ver el asunto a través de los ojos de personas con las que se puedan identificar”. Muchos comentaristas atribuyeron el 61,6 % de votos positivos a esta estrategia; en particular, a la saturación de narrativas personales en las redes sociales y al éxito rotundo de la etiqueta #RingYourRellos, que animaba a los australianos “queer” a que llamaran a sus familiares (“rellos”) para que participaran.
En la era digital, la propia naturaleza subjetiva de las redes sociales implicaba que los relatos de las personas llegaran a dominar las noticias, especialmente si trataban sobre adversidades y cómo las superaron. Los franceses de la Manif Pour Tous, sagaces y que servirían como modelo para las movilizaciones contra la teoría de género en otras partes del mundo, lo sabían muy bien: se esforzaron por condenar la homofobia y la violencia contra las personas LGTB e incluso tenían a algunos gays en la dirección. No estaban “en contra de los homosexuales”, sino “en contra del matrimonio entre homosexuales”; estaban en contra de un concepto, no de un grupo de personas ni de tu vecino ni de tu “rello”. En la segunda década del siglo XXI, los pánicos morales se volvieron abstractos. Los demonios populares rosas ahora eran teorías, no personas.
En Latinoamérica
En Latinoamérica, donde comúnmente libran otras batallas, la lucha contra la “ideología de género” tomó un impulso significativo.
En Brasil, en 2011, se consiguió una victoria temprana cuando los cristianos conservadores obligaron a la nueva y vulnerable presidenta, Dilma Rousseff, a que suprimiera el paquete educativo “Escuela sin Homofobia”, que llegó a conocerse entre sus detractores como el “kit gay”. Los derechos LGTB habían sido una de las reformas sociales distintivas de su predecesor Lula da Silva, y su aparente abandono fue una salva temprana, cruzando la línea rosa de Brasil, por un “bloque evangélico” que llegaría a dominar el Congreso. El bloque encontró una causa común con los militaristas y conservadores católicos en una coalición resuelta a hacer que dimitiera el Partido de los Trabajadores de Lula da Silva, al que culpaban con acusaciones tanto de corrupción como de permisividad moral.
Luchar contra el “kit gay” se convirtió en el punto de encuentro para un movimiento de derecha, la “Escuela sin Partido” (Escola sim Partido), que se había fundado unos años antes para “proteger” a los niños de que los pervirtieran las ideologías malvadas tanto del género como del comunismo. Este movimiento, que buscaba prohibir “la ideología de género” en las escuelas, fue abrazado por Jair Bolsonaro en su exitosa campaña electoral de 2018. Tras la victoria, Bolsonaro apoyó con gran entusiasmo la campaña del movimiento para que grabara —como dijo su hijo Carlos en un tuit— a “depredadores ideológicos que se disfrazan de docentes”, y ordenó al ministro de Educación que redactara leyes que prohibieran la enseñanza del género en las escuelas primarias. Bolsonaro mezcló de manera explícita el género y el comunismo como si fueran las amenazas ideológicas gemelas de la izquierda: ambiciosos experimentos sociales en contra del orden natural de las cosas. De este modo, según el sociólogo brasileño Gustavo Gomes da Costa Santos, su campaña electoral forjó “un homogéneo 'nosotros', presentando así a ciudadanos buenos, rectos y devotos en una reyerta moral contra 'ellos', los comunistas, los simpatizantes del PT [Partido de los Trabajadores], las feminazis y los degenerados queer. Por consiguiente, las elecciones de 2018 se convirtieron en una cruzada moral en contra del mal, y Bolsonaro se retrató como el único capaz de salvar a Brasil del colapso total”.
Una lucha populista contra la ideología de género discurrió de manera parecida, dos años antes, en Colombia. Tras el suicidio de un adolescente gay debido al acoso escolar que sufrió, el Tribunal Constitucional ordenó al Estado que tomara acciones reparadoras. Cuando el Ministerio de Educación obedeció publicando un manual sobre sexualidad y género, miles se echaron a la calle a protestar: acusaron a la ministra de Educación, Gina Parody, abiertamente lesbiana, de utilizar su ministerio para facilitar la “colonización gay” —otra vez esa palabra— de la nación.
Esto tuvo implicaciones de gran alcance —e intencionadas—: el presidente Juan Manuel Santos acababa de convocar un referéndum por el acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), y su oponente conservador, Álvaro Uribe Vélez, utilizó el liberalismo social de Santos para reunir a los votantes en contra del acuerdo. Los críticos se aferraron al uso de la palabra género en una cláusula sobre la reparación de los males cometidos contra las mujeres durante el conflicto. “Si me preguntan: '¿Quiere la paz con las FARC?', yo digo: '¡Sí!'”, dice unos de los líderes del movimiento “no” en un vídeo de la campaña. Pero si le preguntaban si quería la ideología de género “fomentada como una política pública… Digo: '¡No!'”.
Santos perdió el referéndum por un pelo; la movilización del electorado socialmente conservador sin duda inclinó la balanza, y dos años más tarde el protegido de Uribe, Iván Duque Márquez, un conservador populista, ganó las elecciones. El especialista en Ciencias Políticas colombiano José Fernando Serrano-Amaya discute convincentemente que la “ideología de género” era un silbato para perros utilizado por la derecha para desacreditar la iniciativa de paz de Santos y volver al poder en 2018, una “adaptación local” efectiva “de las tendencias globales de oposición a los derechos sexuales y de género”.
Mientras ocurrían las manifestaciones colombianas en 2016, había marchas aún más grandes en México en contra de la ineludible extensión del matrimonio igualitario a todo el país. Cuando el presidente Enrique Peña Nieto anunció que iba a introducir la legislación para legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo a nivel nacional, se lanzó el Frente Nacional por la Familia (FNF), basado en el modelo de la Manif Pour Tous. Como ocurrió en Francia, la Iglesia católica se quedó en un segundo plano en la campaña, pero desempeñó un papel importante en su financiación y en la movilización de los simpatizantes a nivel parroquial; el papa Francisco incluso emitió un comunicado de apoyo. El FNF, dirigido por conservadores laicos, estaba coreografiado de una manera excepcional, igual que su marca. Los protestantes iban de blanco —muchos llevaban camisetas con figuras de palo que representaban a una familia heterosexual— y con globos; el mensaje había sido pulido con sumo cuidado. Hubo protestas en ciento veinticinco ciudades, incluyendo una con más de cuatrocientas mil personas en Ciudad de México. El partido de Peña Nieto (PRI) perdió el control de siete estados en las elecciones posteriores, y culparon en parte a su iniciativa por el matrimonio igualitario; su partido lo desobedeció y se negó a seguir con el asunto en el Congreso. Era la primera vez que ocurría una rebelión así en la política mexicana.
De nuevo, como en Francia, la campaña hizo un gran esfuerzo por insistir en que se oponía a la violencia en contra de las personas LGTB. Más bien, se centraba en tres mensajes principales: la santidad del matrimonio heterosexual, los derechos de los niños a tener una madre y un padre, y el rechazo de la “ideología de género” en la educación de los niños. Esto se había convertido en la Santísima Trinidad de la nueva lucha.
Lo que llamaba la atención sobre todas las campañas en Latinoamérica era el modo en que consiguieron reconciliar a los católicos con el movimiento protestante evangélico, que crecía a marchas forzadas, y la manera en que esta nueva alianza endureció significativamente el tono del discurso homófobo en la región, a pesar de que las leyes y las actitudes sociales cambiaran.
Durante mucho tiempo hubo una parte de la Teología de la Liberación latinoamericana —y de la pastoral— abierta a los católicos homosexuales. Esto lo expresaba muy bien el apoyo que mostraba el cardenal Bergoglio a las uniones civiles y a la legislación en contra de la discriminación en Argentina, incluso cuando predicaba el apocalipsis por el matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero las iglesias evangélicas fundamentalistas condenaban la homosexualidad sin más. Siguiendo la hoja de ruta estadounidense, estas empresas en crecimiento vertiginoso también hicieron uso de los asuntos morales para alejar a las congregaciones de la “hipocresía” católica y para ganar influencia política. Esto era muy evidente en Guatemala y en Honduras, donde el 40% de su población pertenecía a una congregación evangélica en 2018, y en Brasil, donde las megaiglesias reclamaban el 25% de su población. Según ciertos indicadores, estos países tenían las tasas más altas de violencia homófoba y tránsfoba en Latinoamérica.
Puede que la “ideología de género” fuera un demonio más abstracto, pero —al menos, en el dogma evangélico— poseía a personas a quienes luego había que exorcizar. Y a pesar de que afirmaban que las campañas estaban en contra de la violencia y la discriminación, la lucha contra la ideología de género deshumanizaba a las personas queer porque las consideraba prescindibles o porque provocaba una ira homicida hacia ellas. En las últimas dos febriles semanas de la campaña mexicana en contra del matrimonio igualitario en 2016, entre diez y quince mujeres trans fueron asesinadas —en un país que ya tenía las cifras más altas de este tipo de asesinatos a nivel global, por detrás de Brasil—.
En Brasil, el Grupo Gay de Bahía, que recogía datos de crímenes de odio a nivel nacional, informó que por lo menos cuatrocientos cuarenta y cinco brasileños LGTB murieron como víctimas de la homofobia —trescientos ochenta y siete asesinatos y cincuenta y ocho suicidios— en 2017, un aumento del 30% desde 2016. Luiz Mott, el antropólogo que dirigía la organización, vinculó el aumento de la violencia directamente con el recrudecimiento de los discursos de odio que daban los políticos cristianos de derecha en el país, que “equiparan a las personas LGTB con los animales”. Siendo portavoz de la Cámara Baja del Congreso, el presentador de radio evangélico Eduardo da Cunha encabezó no solo la destitución de Dilma Rousseff, sino también una ofensiva pública llena de odio contra las personas LGTB. El futuro presidente Jair Bolsonaro fue dado a decir cosas como que a los niños gays se les podía dar una paliza para volverlos heteros o que, si su hijo fuera gay, preferiría que muriera en un accidente de coche.
Una de las luchas más extrañas en la línea rosa global ocurrió en la Universidad Federal de São Paulo en noviembre de 2017, en una conferencia que dio la filósofa feminista Judith Butler. Cuando se corrió la voz de que iba a acudir, hubo grupos cristianos que intentaron impedir su visita y recogieron trescientas setenta mil firmas en una petición en la que se describía como una amenaza “al orden natural del género, la sexualidad y la familia” en Brasil. En ese momento, a la salida de la sala de conferencias, una turba de unas cien personas levantó una efigie de ella con un sujetador rosa chillón y un sombrero de bruja, y le prendieron fuego. Una contramanifestación aseguró el local y defendió a la filósofa. A Butler se la conocía por el libro de 1990 “El género en disputa”, en el que escribió que el género es algo que aprendemos al “representar” repetidamente los papeles de la masculinidad o de la feminidad; en este contexto sugería la mutabilidad e inestabilidad de los roles de género. Llevaba mucho tiempo siendo una figura de culto entre los académicos de izquierda, y aunque recibió críticas por parte tanto de las lectoras feministas como de personas trans, fue de los católicos de derecha de quienes se convirtió en una enemiga real. Así la consideró nada más y nada menos que el cardenal Ratzinger en 2004, justo antes de que se convirtiera en el papa Benedicto, al denunciarla en una carta que circuló mucho entre los obispos sobre “la colaboración entre hombres y mujeres”. Se la llegó a percibir, erróneamente, como la madre de la “ideología de género” y la principal defensora de los “estudios de género”. En otra parte del mundo, Hungría prohibiría de manera efectiva los estudios de género en las universidades en agosto de 2018, al retirarles el derecho a expedir grados o diplomas en esa disciplina. Lo que ocurría en Hungría —y en Brasil— se hacía eco de lo que se decía en Rusia: recordad a la parlamentaria Yelena Mizulina declarando en 2013 que la población rusa estaba cansada de esos ambiciosos experimentos sociales “en los que la familia se destruye” y al activista Alexey Komov describiendo los derechos LGTB como “la continuación de los mismos objetivos revolucionarios radicales que tantas vidas costaron en la Unión Soviética”. Esta demonología de derecha se extendía ahora desde Rusia y Europa del Este a través del Atlántico hasta Latinoamérica y también Estados Unidos, donde se reflejó en la determinación que mostraron los cristianos de derecha en el gobierno de Trump por revertir una orden, que venía desde la administración de Obama, que permitía a los niños utilizar los baños que fueran congruentes con su identidad de género. En octubre de 2018 se filtró una circular a The New York Times en la que se recomendaba a todas las agencias del gobierno que adoptaran una definición de género “con una fundamentación biológica que sea clara, basada en la ciencia, objetiva y que se pueda administrar”: es decir que estuviera ligada irrevocablemente a las características sexuales de cada uno en el momento de nacer.
El hombre responsable de la propuesta de esta nueva política era un activista católico conservador llamado Roger Severino, el nuevo jefe de la Oficina de Derechos Civiles en el Departamento de Salud y Servicios Humanos. Todo el mundo conocía la opinión de Severino: en 2016 había sido coautor de un artículo en el que se denunciaba la decisión inicial de Obama como “la culminación de una serie de intentos unilaterales y, en muchas ocasiones, ilegales… de imponer una nueva definición de lo que significa ser un hombre o una mujer en toda la nación”, lo que dio lugar a una “reacción negativa en masa de personas que… se niegan a aceptar un gobierno federal que se mueve por una ideología de género tan radical”. Para los políticos que intentaban aprovecharse de esta supuesta “reacción negativa”, desde Donald Trump y Vladimir Putin hasta Jair Bolsonaro y Viktor Orbán, la “ideología de género” sirvió por partida doble. Era una nueva ideología opresora impuesta de manera similar al comunismo —o, en el caso estadounidense, al decreto del gobierno federal— pero también era un síntoma de que la globalización neoliberal estaba amenazando a la soberanía nacional —o los “derechos de los estados” en Estados Unidos—. Como dijo el arzobispo de Cracovia en 2019, era la nueva “plaga arcoíris” que había reemplazado a la antigua “plaga roja”. Esto fue parte de la exitosa campaña de ideología anti-LGTB del Partido Polaco de Ley y Justicia para retener la presidencia en 2020.
En Hungría, Viktor Orbán utilizó un ataque a la ideología de género para demonizar más aún a su compatriota y crítico George Soros, un defensor apasionado —y patrocinador— de la circulación libre de ideas, incluyendo los derechos de las personas LGTB. “Lo que no toleramos del imperio soviético no lo toleraremos del imperio de Soros”, dijo Orbán en el congreso del partido de 2017. Orbán afirmó que Soros y su imperio malvado se habían apropiado de la Unión Europea y que tenían la determinación de imponer en Hungría y en otras naciones una criatura llamada “Homo bruselicus”, alguien a quien le habían “arrebatado [su] identidad cultural, nacional, religiosa y de género”.
Mark Gevisser es periodista y escritor nacido en Sudáfrica, sus artículos se publican con regularidad en medios como The Guardian, The New York Times y Granta. Su último libro publicado en la Argentina es “La línea rosa. Un viaje por las fronteras queer del mundo” (Tendencias), una investigación de 7 años sobre el modo en que las cuestiones de género dividen al mundo.
por Mark Gevisser
Comentarios