A veces las metáforas sirven para conocer más profundamente una situación o un acontecimiento. Pero a veces fracasan en esa función iluminadora. Sobre todo, cuando se las usa para caracterizar lo complejo del mundo social y político.
La historia nos enseña que rara vez se puede definir de manera simple una situación compleja. Por ejemplo, “civilización” y “barbarie”, la famosa oposición que inauguró Sarmiento, no solo designaba el enfrentamiento de un par de fuerzas enemigas. Las doscientas páginas del Facundo prueban el trabajo que se tomó Sarmiento para imaginar el territorio argentino, estudiar zonas que no conocía, como la llanura, localizar los personajes más representativos y presentarlos en sus destrezas, sus debilidades, sus pasiones, sus odios, sus lealtades y sus traiciones. La destreza literaria y la percepción concreta de Sarmiento convierten a la idea metaforizada en “civilización” y “barbarie” en una clave inmensamente compleja, que no sirve solo para alinear amigos y enemigos. El par “civilización y barbarie” fue exitoso porque Sarmiento logró que las dos palabras se llenaran de contenidos concretos muy variados, muy detallados, muy fundados en la experiencia o en los documentos, con gran capacidad descriptiva y grandes posibilidades de abrir una discusión que duró desde 1845 hasta hoy.
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No toda designación sintética de la realidad tiene esa fortuna. Incluso palabras políticas que parecían eternas, como “descamisados”, han perdido toda capacidad para designar algo actual. Hoy los descamisados son los pobres que marchan movilizados por organizaciones de base, pero si alguien los interpelara como descamisados no se sentirían reconocidos. Cuando, en sus discursos, Perón o Eva pronunciaban esa palabra la identificación era, en cambio, inmediata. Tanto como las costumbres, las metáforas envejecen. Incluso las palabras despectivas envejecen: hoy pocos dicen “cabecita negra”, que ha sido reemplazado por “groncho”.
Todo esto y los centenares de ejemplos que pueden agregarse nos permite pensar en palabras que obtienen una notoriedad fulminante. Siempre se usó “panqueque” en sentido figurado para designar a aquel que cambia de opinión súbitamente y sin previo aviso (con la rapidez con que se da vuelta un panqueque en el aire para caer apaciblemente en la sartén). Pero hoy, el sustantivo panqueque (que podía aplicarse a cualquier campo de actividad, desde el trato con un jefe a una amistad o una simpatía política) ha derivado en otro sustantivo, “panquequismo”. Ya no designa lo que sucede con una sola unidad (un panqueque que se da vuelta en el aire), sino un rasgo que debe ser practicado repetida y sistemáticamente.
El panquequismo es un estilo, una forma de ser, un defecto moral o una cualidad política según como se lo mire.
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Panqueques de toda clase. Cuando Alberto Fernández anunció que sería candidato a presidente y que Cristina Kirchner sería su vicepresidenta, la palabra explotó como una denuncia. Durante las semanas posteriores, Fernández fue interrogado por los medios con un objetivo casi único: demostrar que había sido diferente a lo que ahora quería ser, que se había dado vuelta. Había hablado mal de Cristina durante diez años, la había acusado de delitos muy graves, como el asesinato del fiscal Nisman, había criticado su gobierno y su forma de hacer política.
Los medios revisaron sus archivos para demostrar que Fernández no solamente había cambiado sus opiniones, sino que lo había hecho para beneficiarse con los votos que eventualmente le traería Cristina Kirchner. Los medios hacen un uso selectivo de sus archivos.
A ninguno de ellos se les ocurre revisarse para ver qué dijeron durante la guerra de Malvinas o qué callaron durante los años de la dictadura militar. Los archivos no están para el autoexamen sino para proporcionar pruebas en el juicio contra quien se considere que debe ser juzgado (a tiempo o a destiempo). Hay una razón para este silencio de los medios sobre sus propios errores, desviaciones y ejercicio periodístico de sus intereses: esa razón se la proporcionan quienes los atacan.
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Y Alberto Fernández cayó en esa categoría. En este sentido, los medios no carecen de motivos para protegerse, aunque deberían estar dispuestos a que sus propios archivos fueran presentados no solo como pruebas de conductas intachables sino también de sus equivocaciones y sus cambios en el registro del presente y la producción de las noticias. Conste que ni siquiera digo como prueba de sus intereses materiales, que estos también cuentan.
Conversemos. Hace por lo menos año y medio que Alberto Fernández retomó un diálogo con Cristina Kirchner. De ello nos enteramos incluso quienes estamos lejos de las “fuentes” periodísticas de primer orden. Se supo que Alberto había modificado sus opiniones sobre la ex presidente. Y si estaba enterada gente como yo, es casi inverosímil que resultara secreto para comunicadores mucho más abastecidos de novedades. En efecto, Alberto estaba convencido (o decía estar convencido) de que Cristina había cambiado. O sea que, si era un panqueque, esta no es hoy una novedad, por lo menos no es una novedad para los que siguen los recovecos de la política local.
Sin embargo, sumada a las críticas recibidas cuando se oficializó la candidatura Fernández-Fernández, y sobre todo cuando esa candidatura se impuso en las PASO de modo que parece difícilmente revocable, la metáfora del panqueque demostró que vencía a cualquier otra figuración, por dos motivos. El primero, porque era popular y sencilla. El segundo y más importante, porque tiene un sentido despectivo. Nadie dice de sí mismo “soy un panqueque”, como podría decir desafiante, “soy un piola”. Nadie se autoatribuye la condición de panqueque. Esa es la prueba de que es una denominación que indica desprecio moral.
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Variantes para opinar sobre Fernández. Es difícil creer que Alberto Fernández no previó las reacciones de los medios. Los conoce bien, porque desde el gobierno fue un experto en arreglar asuntos en ese espacio, en alianza y en conflicto. De todos modos, como es vivo, confía en su experiencia y no tiene asesores de imagen todopoderosos, corrió el riesgo. Puso a sus decisiones políticas en el puesto de mando. Esa podría ser la opinión de quien admire su inventividad.
La opinión de quien no la admire es que Fernández ignora la difícil tarea de atenerse a sus palabras. Desde este punto de vista, es un hombre que no busca la coherencia entre el pasado y el presente. Nada de lo que dijo en el pasado tiene el poder de atarlo hoy. También es posible otra perspectiva: Fernández piensa que las circunstancias han cambiado; que un gobierno desastroso como el de Macri debe perder las elecciones; y que él tiene los medios de derrotarlo y no va a renunciar a ninguno de esos medios. Fernández olvida el pasado de sus dichos y juicios sobre Cristina con la convicción de que ese olvido es menor frente a la posibilidad de una nueva presidencia de Macri.
Finalmente, también puede pensarse, como lo hacen quienes prefieren analizar la política desde el punto de vista del panqueque, que las ambiciones de Fernández no le imponen límites morales.
Como sea, es indiscutible que Fernández cambió y fue juzgado con la dureza que merece quien encabeza el batallón del panquequismo. Pichetto, que, de la noche a la mañana, se fue de Alternativa Federal al PRO, para ser vicepresidente de Macri, la sacó muy liviana. Nadie salió a echarle en cara ni su pasado, ni su presente de la quincena anterior. Le bastó poner cara de piedra, hablar mal de los peruanos, contradecir la Constitución Nacional en lo que se refiere a sus derechos, y ni siquiera tuvo que sacarse la corbata ni bailar para entrar como lugarteniente de los amarillos. Si Fernández hubiera pegado el salto de Pichetto, creo que a esta altura estaría pidiendo asilo en alguna parte y todos dirían, con desdén, que se vaya a Venezuela.
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En un país donde Pichetto es considerado honorable y recto, suena medio injusto que Fernández reciba la metáfora culinaria de panqueque. Si Pichetto tuvo derecho a saltar de la sartén peronista a la macrista sin producir el desprecio y la ira, ¿qué odio despierta Fernández? Seguramente la reserva pasional de odio que le transfiere Cristina junto con el capital de sus votos. Fernández es malquerido y bien votado...
Por supuesto, todo lo dicho vale si se tienen en cuenta algunas circunstancias. La principal es la disolución o el debilitamiento extremo de los partidos políticos, algo que no se evaluó con la alarma que debió suscitar. Sin partidos que aseguren un mínimo de lealtades, pactos y compromisos, quienes se dedican a la política operan como en el mercado: van, compran y venden donde creen que les conviene. Hay que recordar que también se habló mucho del “mercado político”, un símil que le hizo un daño quizá definitivo a la representación democrática.
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El Partido Justicialista estaba próximo a la disolución en las provincias, donde cada gobernador procura su reelección o la de su candidato preferido. En los meses anteriores a las PASO varios candidatos, entre ellos el muy requerido Roberto Lavagna, ensayaron tácticas que no condujeron a ninguno de los resultados buscados. Lavagna se negó a participar en internas; Schiaretti se cansó de pedirlas; Pichetto esperó cuanto pudo, para ver si Lavagna lo llevaba como vice e iban a esas internas que todos consideraban un buen paso, pero que los posibles ganadores querían esquivar, prefiriendo ser aclamados a ser elegidos.
Un desastre como funcionamiento político y como estrategia electoral. Massa, con su capital de votos bonaerenses, iba de un lado al otro porque está acostumbrado a sopesar sus oportunidades y terminar allí donde piensa que resultarán favorecidas. Ese lugar fue el cristinismo. Todo el mundo perdió un poco de lo que aspiraba: Massa, resignado a no ser candidato presidencial, fue reemplazado por Kicillof en la provincia de Buenos Aires y, ahora, se encamina a ser presidente de la Cámara de Diputados. Pichetto se fue del peronismo donde quizá tenía un futuro a mediano plazo. Perder con Macri, como es probable, no lo llevará al PRO, salvo que lo nombren reorganizador de la derecha argentina, puesto que mal no le cuadra. Lavagna, en lugar de ganar la interna peronista, ahora debe lograr que algunos de sus listas sean elegidos en las elecciones generales. Rodríguez Larreta sonríe al recoger los frutos de su eficacia: a él le tocó una ciudad más fácil, donde los votos de la villa 31 no alcanzan para sacarlo.
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Un único pronóstico es posible: la desarticulación de los partidos ha recorrido un largo camino, aunque se cobró víctimas incluso entre aquellos que la celebraban como la llegada de lo nuevo, lo piola y el futuro.
*Escritora.
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por Beatriz Sarlo*
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