¿Cómo pensar hoy a Diego Armando Maradona, a un año de su muerte, el 25 de noviembre de 2020, en un contexto de pandemia que profundizó las vulnerabilidades?
Y: ¿por qué Maradona preside el santoral popular argentino y es, a la vez, un Dios apto para ateos, como postula el libro “Superdios. La construcción de Maradona como santo laico” (Capital Intelectual)?
Lo primero que hay que definir es la palabra “santo”, con las complejidades que implica el término en la religiosidad popular argentina.
Hay que aclarar que el género importa: santo y santa no son lo mismo. Los santos populares varones argentinos suelen ser héroes justicieros, pueden ser marginales, estar afuera del sistema o, al menos, problematizarlo; suelen ser pendencieros, cuestionar a los poderes y enfrentarse con ellos: Robin Hood criollos, la mayoría de ellos son gauchos que le roban al patrón para repartir entre el pueblo, a cambio de guarida y de refugio. Si bien el más famoso es el Gauchito Gil, en Corrientes (la provincia de origen de la familia Maradona-Franco), de donde es oriundo, abundan santos gauchos en cuyas tumbas los devotos depositan ofrendas como agradecimiento por pedidos cumplidos. San la Muerte también es correntino. Su culto suele asociarse al del Gauchito Gil; en los últimos años devinieron devoción tumbera, aunque trascienden clases sociales, han salido de la jurisdicción originaria y se han desplazado a lo largo y ancho del país.
Las mujeres santas, en cambio, están más asociadas a la Virgen María porque, o bien son niñas vírgenes (la Pilarcita, santa de las muñecas, también correntina) o mujeres abnegadas, como la Difunta Correa. En su San Juan natal también se venera a un gaucho, José Dolores, e incluso a un taxista, Nicolás Caputo.
La primera santa porteña consagrada es la cantante cumbiera Gilda, mientras que el último bonaerense es un pibe de la villa: el Frente Vital, asesinado por la policía el último año del siglo XX, devenido santo por cumplir con el requisito de la muerte violenta y joven y porque repartía en su comunidad el botín de sus asaltos (una muerte, dicho sea de paso, que hoy se resignifica, a partir del homicidio por gatillo fácil del adolescente también conurbano, Lucas González).
¿Dónde se ubica Maradona en ese complejo entramado de los santos que la iglesia no quiere ni puede reconocer (y al pueblo eso lo tiene sin cuidado)?
El pibe de Fiorito, un talento inigualable en el deporte más popular de la Argentina y del mundo, un dotado, el que, por ese don y por la fuerza del trabajo, pero también por lo que la familia depositó en él, logró salir del barro del potrero y elevarse a las mayores alturas celestiales. Pero también, y eso es parte del proceso, caer en los infiernos más profundos.
Héroe aristotélico, superhéroe comparable con Superman porque volaba y por su vulnerabilidad a sucesivas “kryptonitas” (consumos problemáticos, desde la cocaína, la efedrina, el alcohol y las pastillas, aunque también acaso el exceso de comida), semidiós griego análogo a Aquiles, el de los pies ligeros, el del talón frágil (su tobillo), el culto popular que lo entroniza lo ubica como un dios de una religión politeísta (y las religiones populares lo son) que discute la idea misma de Dios (o al menos de un Dios único, inmutable).
Fueron los periodistas, reporteros gráficos, los napolitanos, el pueblo argentino todo, el equipo de Boca, relatores deportivos, documentalistas; los muralistas que generaron, con las gigantografías hiperrealistas que lo retratan, santuarios imborrables en las paredes porteñas, en las que rodean algunos estadios (como el de Argentino Juniors, donde Diego debutó, o el de Gimnasia y Esgrima de la Plata, donde terminó su carrera como DT), en la ciudad italiana que lo consagró; los músicos que le cantaron a ese Dios pagano y ateo; todos ellos lo canonizaron en vida y lo convirtieron en un santo con muchos altares.
Un proceso que continuó luego de su muerte (no joven, aunque violenta, a partir de la causa judicial abierta) y que continúa hoy, cuando la cubana Mavys Alvarez denuncia a ese D10S y a su entorno (la analogía los ladrones de Cristo se vuelve inevitable) por violación, incitación al consumo de drogas y trata. Acusaciones que apuntan al peor de los crímenes sexuales, el más perverso: pedofilia. Ese otro Diego no es en realidad otro sino el mismo: el que alcanzó el cielo con La mano de Dios, y el infierno en esta Tierra. El que se equivocó, dijo, y pagó por los pecados cometidos y por los por cometer, con su autodestrucción. Pero la pelota, dijo, no se mancha. Y lo dijo en el partido homenaje en la Bombonera, a donde había llevado a Mavys Alvarez, ingresada en secreto a la Argentina, como la joven cubana lo declaró en la causa abierta y ante los medios.
Los santos populares varones argentinos, con Diego a la cabeza, son construcciones patriarcales. El mejor del mundo, el que le dio alegría al pueblo global, el gran artista renacentista (con la pelota, el pie, la cintura y la palabra), el político internacional y el justiciero, pero también el peor de todos, el padre que no reconoce a sus hijos, el violento, el que no escucha de límites: hay que entender el fenómeno Maradona en toda su complejidad, como figura que expone y condensa las contradicciones, fallas y debilidades humanas.
-Gabriela Saidón es periodista y escritora. Autora de “Superdios. La construcción de Maradona como santo laico” (Capital intelectual).
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por Gabriela Saidon
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