Hay arquitectos que dibujan planos y hay otros que, antes de trazar una línea, escuchan. Hernán Cataldi pertenece a estos últimos. Para él, la arquitectura no empieza en el lápiz: empieza en la responsabilidad de transformar realidades. Por eso su obra no se limita a resoluciones formales; conecta técnica y emoción, y en ese puente vive la coherencia que define su trayectoria.
Su vocación apareció temprano, cuando el juego era medir el mundo con la intuición: proporciones, ritmo, luz. En los noventa, mientras estudiaba y dibujaba para un estudio, llegó el primer golpe de certeza: ganó —junto a dos compañeros— el concurso para el pórtico de ingreso de la Exposición de la Construcción en La Rural. Aquella puerta no fue solo un acceso: fue un manifiesto. Desde entonces, Cataldi entendió que el oficio exige identidad, impacto y legado.
Años después fundó Grupo Calac, una declaración de principios hecha empresa. “No somos un estudio que también construye ni una constructora que ocasionalmente diseña”, repite como brújula. Somos la fusión consciente: la idea y la ejecución como un mismo pulso, sin quebraduras entre el plano y el hormigón. De ese modo, cada obra nace con una promesa: la intención original llegará intacta a la realidad.

La carrera de Cataldi está marcada por desafíos que exigen cabeza y corazón. La ampliación del acuario del Bioparque Temaikén le pidió escuchar los ritmos del mundo animal y adaptar sistemas no convencionales para respetar lo vivo. Allí, la técnica se volvió cuidado, y la estética, silencio útil. En el Archivo General de la Nación asumió la ejecución estructural de hormigón visto de uno de sus edificios, un desafío de precisión que exigía cumplir con los más altos estándares en una obra pública de gran envergadura. . En el territorio residencial, sus desarrollos en Nordelta y Puertos se convirtieron en referencia de arquitectura funcional y eficiente, sensible al contexto y al confort humano.
Su mirada no se agota en las fronteras. Ganó el concurso de Casa Montserrat en Barcelona, España y fue convocado como jurado en Chile, experiencias que ampliaron su campo de juego y confirmaron algo que él repite: el arquitecto argentino aprende a resolver con ingenio, a encontrar belleza y sentido aun con recursos escasos. Esa capacidad de síntesis es, para Cataldi, una virtud que el mundo valora porque convoca calidad y eficiencia en una misma página.

Pero si hay un hilo conductor en su obra, es la sustentabilidad. No como adorno, sino como ética: soluciones pasivas, uso racional de la energía, materiales nobles y bajo impacto ambiental que no renuncian a la belleza ni al confort. “La innovación verdadera —dice— mejora la vida sin hipotecar el futuro”. Por eso su método incluye algo raro en tiempos veloces: presencia constante. Está en cada etapa, no delega el criterio. El resultado es visible: una línea clara desde la idea hasta la entrega, una huella honesta y duradera.
Cataldi mira hacia adelante y no duda: la arquitectura del futuro será esencial y consciente. Sin exceso, con espacios bien pensados, materiales honestos y tecnología puesta al servicio de lo humano. Lo sostiene con serenidad porque conoce el oficio desde adentro: sabe construir lo que imagina y sabe imaginar lo que la ciudad necesita.
Hay biografías que se cuentan con fechas; la de Hernán Cataldi, con obras que respiran. Desde La Rural a Temaikén, pasando por la construcción de uno de los edificios del Archivo General de la Nación, hasta los barrios que habitan familias y memorias, su trabajo compone una poética de lo útil: belleza que sirve, precisión que emociona. Y en ese equilibrio —entre la forma y el propósito, entre el detalle y el todo— está su firma. Una firma que no grita: convence.
La fidelidad entre lo que piensa, diseña y construye —sumada a una ética sustentable y una precisión implacable— lo convierte en un número uno en su rubro.
Por Martin Rafael Pereyra
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