Comemos como podemos. Comemos comida y chatarra. Masticamos alimentos y comestibles. Devoramos artículos, libros, posteos y columnas sobre comida en radio o televisión. Comemos información y a veces la información nos come. La comida, eso que nos permite vivir y a lo que no todos accedemos, eso que mueve a una industria poderosa, abre interrogantes.
¿Quién decide lo que comemos? ¿Cómo zafar de los imperativos del mercado y elegir mejor lo que nos llevamos a la boca? ¿Qué diferencia a un alimento “apto para el consumo humano” de un alimento que nutre?
La comida se hizo pregunta. Se clasificó en fast food, real, glamorosa, vegetariana, plant based, vegana. Generó debates y leyes. Se volvió el tema de nuestro tiempo.
Un planeta en llamas
Nunca como en pandemia tuvimos pistas tan claras sobre las consecuencias de producir alimentos a gran escala y el impacto que generan en el medio ambiente, en la salud, en la economía y en la cultura. Basta recordar las miles de hectáreas que se queman para cultivar soja –agrotóxicos mediante–; para destinar a la ganadería o a los negocios inmobiliarios.
El costo es la proliferación de zoonosis, desertificación y otras catástrofes, que se presentan como males bíblicos pero que resultan de la acción devastadora que ejercemos sobre la tierra, el agua, el aire, las personas.
En tiempos pandémicos también mostraron la foto cruda de las desigualdades que este sistema provoca. La comida que no llega a algunas mesas. A demasiadas mesas. De los 7500 millones habitantes de este planeta, casi 900 millones padecen hambre, aunque producimos alimentos para 12.500 millones de personas.
Un informe sobre desperdicios de la Organización de Naciones Unidas, dice que en 2019 hubo 931millones de toneladas de alimentos que fueron a parar a la basura. Sobra comida y sobran las sobras: la quinta parte de lo que se produce se tira, el nivel de desperdicio es un escándalo.
De los que comen, muchos están mal nutridos. En América Latina, las consecuencias de la ingesta de ultra procesados que formatean el gusto y enferman a miles y miles de personas no pasan inadvertidas para la OMS (Organización Mundial de la Salud).
En el subcontinente crece el porcentaje de enfermedades como diabetes tipo 2 y cáncer. Se libra una batalla por la salud y el paladar, sobre todo el de los chicos.
Alimentos vs. Comestibles
Los supermercados desbordan de productos de los que no sabemos qué contienen ni cómo están fabricados pero que son adictivos, se ven vistosos y tientan a los niños: el blanco del marketing.
Según la FAO (Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación), Argentina lidera el ranking de consumo de gaseosa en Latinoamérica. También el de obesidad infantil en niños menores de cinco años.
Cifras que duelen y que se espera que, a partir de la aprobación de la Ley de Promoción de la Alimentación Saludable en Argentina, empiecen a disminuir.
La discusión acerca de los alimentos, como en la cinta de Moebius, parece no tener fin, pero por lo pronto podemos empezar definiendo qué es comida real y qué la separa de los comestibles, distintos en su packaging pero no en su contenido: un combo de sodio, grasas de mala calidad, azúcar refinada, o jarabe de maíz de alta fructosa. A esta lista se suman siglas que esconden saborizantes, conservantes y colorantes. Se sabe que de saludables no tienen nada, lo curioso es que estén permitidos en tantos códigos alimentarios del mundo.
¿Cómo identificar lo que nos conviene comer? “Cuando vos le preguntás a cualquier persona qué es un alimento, enseguida te responde: es eso que te hace crecer y te hace bien: lo que nutre”, dice Narda Lepes. Esta cocinera, que militó la la “ley de etiquetado frontal”, sabe que esa norma no va a resolver los problemas estructurales, pero entiende que sí va a igualar la información y evitar el condicionamiento en el consumo infantil. “No se trata de prohibir nada ni de decir que la industria es el mal. Hubo de todo: buena intención y malas decisiones, mala intención en algunos casos también. Pasa que la tecnología aplicada al desarrollo de productos alimenticios fue tan veloz que dejó al consumidor sin las herramientas que le daba el aprendizaje del día a día”, dice Lepes, e insiste en que hace mucho que la industria sabe que tiene que invertir, no para vender más, sino en el contenido de lo que vende. La pregunta es por qué no lo hizo hasta ahora.“Con la nueva ley, el consumidor seguirá teniendo sus chizitos, solo que el paquete no va a mostrar un dibujito que incite a consumirlos. La gente va a poder elegir mejor, y algo importante: ahora, cuando se haga una compra estatal se van a tener que priorizar los alimentos de calidad.”
Y si la regulación y el acceso a la información son claves, la educación no es un detalle menor. “Hay que explicarles a los chicos qué es un brócoli, a qué familia pertenece, cómo lo puede cultivar y comer, qué sabor tiene.” Recomponer el vínculo con la naturaleza y con la comida, que está roto.
El conflicto es de fondo y pide una mirada de 360 grados. Hay una matriz productiva compleja. Un código alimentario obsoleto. Una producción de frescos que aumentar, junto con el apoyo a los agricultores familiares, que son los que generan el 60% de los alimentos que consumimos, pero en su mayoría viven en condiciones de vulnerabilidad y con escaso acceso a la tierra (ni hablar de las agricultoras, que representan el 50% de la fuerza rural y sin embargo solo el 13% accede a ese derecho).
“La ley es buen punto de partida”, dice Narda. “Por algo hay que arrancar.” Y en plan pragmático, retoma las pautas que definen los lineamientos de su restaurante Narda Comedor: tomar más agua, comer productos de estación. Sumar frutas y verduras a nuestro menú para cambiar algunos hábitos. Ni más ni menos que empezar a encontrarle alguna punta al ovillo.
Buena química
Para sumar un ingrediente más a este plato fuerte y complejo, desde Mendoza, María Sance, doctora y licenciada en Bromatología, docente investigadora en UNCuyo desde hace 20 años, y Directora General de Casa Vigil, pone el foco en la Seguridad Alimentaria.
María subraya que “química” no es, o no debería ser, una mala palabra. “La química está en lo que comemos, en un huevo, en una manzana, en el aire. Muchos químicos circulan en nuestra vida cotidiana, como los colorantes que otorgan el color maravilloso de las frutas, de las flores, y que, si son obtenidos de manera natural y consciente, y purificados de manera correcta, no ofrecen ningún riesgo”, aclara.
Sance alerta sobre el prejuicio que conlleva lo “químico”. “Pagan justos por pecadores”, dice. “Hay muchos colorantes controversiales, de síntesis química, que hay que distinguir de los naturales. Lo importante es que la sustancia que agreguemos sea incorporada con un fin tecnológico y esté respaldada por estudios que avalen su inocuidad.”
Más allá de que todas las sustancias permitidas –inocuas, pero no siempre saludables–, cuentan con estudios del comité JECFA, integrado por expertos de FAO y OMS, María opina que es bueno que los responsables de la formulación de alimentos escuchen al consumidor y apelen a sustancias naturales, como por ejemplo, los hidrocoloides (espesantes). El desafío, para esta profesional, está en ser analítico y no embanderarse detrás de lo que se conoce como “quimiofobia”.
“Ante todo la seguridad alimentaria: si yo pongo un cartel que dice ‘sin conservantes’ en un producto, me tengo que asegurar que ese producto haya sido sometido a un tratamiento térmico, un método de conservación, que evite el desarrollo de microorganismos. Si no, mejor agregar una sustancia controlada.”
Dentro del espectro de los aditivos, hay muchísimas opciones de origen natural, de uso extendido y de inocuidad probada, y que esta profesional señala como muy necesarias. “Sin esos métodos físicos, químicos y combinados, la pérdida de alimentos sería mucho mayor. Vayamos hacia fuentes naturales, pero sin demonizar lo que facilita la vida útil de los alimentos”, concluye.
Bajo la lupa
Carne de pollo, carne de cerdo, carne de vaca. Carne de cañón. En la maraña que teje el problema de la alimentación en el mundo, la carne –sobre todo la bovina–está en la mira, por la emisión de gases de efecto invernadero que genera la ganadería intensiva. También es leitmotiv de los veganos, que rechazan –con razón– el maltrato animal.
No solo se cuestiona el consumo de esta proteína desde el veganismo. “¿Debemos comer menos carne?” es una pregunta que interpela a los carnívoros y preocupa a ganaderos, gastronómicos, economistas y políticos. Esa pregunta es certeza para ambientalistas y activistas. Y encuentra eco entre consumidores de todo el mundo.
Es cierto que la del “feedlot” no es precisamente una imagen de vaquita feliz pastando en un campo verde. Hacinada, conminada a una ingesta de granos y antibióticos se reduce a vaca/mercancía.
Justo a contrapelo del feedlot, nacido de la lógica de producir más, en el menor tiempo y espacio posibles, surge la ganadería regenerativa. Un sistema en el que el animal se desarrolla sin confinamiento, sin antibióticos ni transgénicos. Y en el que se vela por la salud del pastizal.
“Este tipo de ganadería aporta la única opción productiva capaz de capturar más carbono del que se emite, según valores comparados por kilo de producto (soja, carne, etc.)”, explica Mercedes López y certifican algunos papers del INTA (Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria). Esta ingeniera agrónoma forma parte de OVIS21, el nodo argentino del Savory Institute. Una red global que apuesta a revertir la desertificación y combatir el cambio climático a través de un manejo holístico, con el que, según López, se puede duplicar la rentabilidad y recuperar el ecosistema regenerando pastizales con el herbívoro como protagonista.
¿Cómo? “Mediante un pastoreo planificado los cultivos se regeneran. Y al comer, el ganado, la parte aérea de la planta, disminuye la densidad de raíces y eso pasa a formar parte del carbono del suelo como materia orgánica”, aclara.
Los que aplauden este modelo –como Pablo Rivero, dueño de la parrilla porteña Don Julio– plantean que no se trata ni de una iniciativa pensada para una élite ni de una propuesta hippie. Sino de recuperar los métodos tradicionales de ganadería desde una mirada contemporánea. “Dejemos de demonizar a la carne, más bien produzcámosla de manera sostenible”, dice Rivero.
Estoy verde
No es raro que en épocas de COVID se haya puesto el foco en la búsqueda de salud. Más allá del pan de masa madre, la apología de las buenas harinas y el boom de los probióticos, los locales “plant based” crecieron como los hongos.
También las propuestas de restaurantes veganos se sofisticaron. Los vegetales, antes patitos feos de muchas cartas, entraron a escena. Las dietéticas se cansaron de vender productos “saludables”. La tendencia llegó a la “alta cocina”: en enero de 2021, Claire Vallée se convirtió en la primera chef vegana en ganar una estrella Michelin en Francia.
Ni lerda ni perezosa, la industria también se puso a tono: Burger King lanzó una hamburguesa vegana y Taco Bel, tacos vegetales. Not Co e Impossible Foods apuestan a la carne vegetal. El gigante Cargill y Bill Gates, a la carne sintética. La estrategia: seducir a consumidores atentos a la sostenibilidad, aunque –hay que decirlo– no todos los alimentos de origen vegetal –o los sintéticos– son saludables y respetuosos con el medio ambiente.
¿Vegano = saludable?
Para Constanza Moltedo, veterinaria especializada en carne y asesora de la Dirección Nacional de Agroecología, el veganismo implica una disección de nuestro mapa de alimentos: vegetales por un lado, animales por otro, profundizando un modelo que no es al que la naturaleza invita.
“Muchos de los productos veganos que se venden en dietéticas son ultra procesados promovidos desde un aparato de marketing monumental. No avalo para nada el sufrimiento animal. Pero no comer carne y tomar leche de soja es desconocer el sufrimiento del planeta a manos de la agricultura intensiva, la cantidad de agua que requiere y el sufrimiento de las personas que padecieron fumigaciones”, dice la especialista.
En la mirada integral sobre el sistema alimentario coincide Miryam Gorban, nutricionista y responsable de la Cátedra Libre de Soberanía Alimentaria en la UBA (CALISA), y Doctora Honoris Causa por la Universidad de Buenos Aires. “La conformación de la sangre, los músculos y el cerebro depende de la provisión de proteínas que están en alimentos de origen animal. La dieta vegana puede generar carencia de hierro, entre otros problemas. Pensemos en la evolución humana: cuando dejamos de ser herbívoros y nos dedicamos a la caza y recolección, desarrollamos nuestro cerebro y nuestro lenguaje.”
Gorban le escapa a los dogmas alimentarios y se abraza a la idea de variedad y de consumo, producción, comercialización y distribución de alimentos sanos, seguros, justos y soberanos.
La Soberanía Alimentaria que pregona no nace en la mesa sino en la tierra y arranca no en el tomate sino en su semilla, considerada bien común hasta los 60, con la Ley Nacional de Semillas y Alejandro Lanusse como presidente de facto.
Pero fue en los 90 cuando se flexibilizaron los permisos a Estados Unidos, Holanda e Israel –léase Syngenta, Monsanto, Bayer y Novartis, entre otras transnacionales– para experimentar con transgénicos en Argentina.
Debido a sus semillas híbridas, patentadas, que se compran en dólares, más caras, y a las que hay que volver a comprar porque al año siguiente no rinden lo mismo, aparecen en el mercado verduras fuera de estación. No son ricas ni nutritivas, pero cumplen con los mandatos del supermercado, sobre todo, volumen y homogeneidad.
Abundan los papers acerca de este proceso. La cátedra que dirige Gorban alerta sobre esta transnacionalización, cómo afceta a los pequeños agricultores (agrupados en la UTT: Unión de Trabajadores de la Tierra) a la hora de producir y competir en el mercado.
La cruda verdad
“Yo se los avisé: esto no era una moda. El problema de la sustentabilidad hizo cuestionar a los gobiernos, a la industria, a las personas. Pero ojo, en nombre del plant based se está apelando a ‘objetos comestibles no identificados’, ‘ocnis’, como diría Miryam Gorban, pensados para vender, no para nutrir. Por ejemplo, 'leches' que pueden contener mucho azúcar y sodio. Aromatizantes y conservantes. Además son caras. ¿Y qué me decís del packaging? Nada sustentable, ¿no? Mejor preparátelas vos mismo”.
Esto lo dice Máximo Cabrera, un pionero en la cocina basada en vegetales que comparte sus conocimientos junto a otros profesionales en su espacio educativo Estudio Crudo (@crudoclases).
“Que Mc Donalds saque una big mac 100% vegana es hermoso. Pero la hamburguesa vegetal no es la herramienta válida para cambiar la manera de comer: la gente tiene que cocinar en su casa. Lo bueno es que comer alimentos frescos, quinoa, semillas, tomar jugos naturales, ya forma parte de la alimentación de muchas personas. Para saber de comida plant based no hace falta recurrir al veganismo”, dice Cabrera.
Menor cantidad, mayor calidad
Patricia Aguirre es doctora en Antropología por la Universidad de Buenos Aires, y docente e investigadora del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús (UNLA). Autora de libros como “Una Historia Social de la Comida y “Ricos flacos y gordos pobres”, ha trabajado 20 años en el Departamento de Nutrición del Ministerio de Salud de la Nación.
A propósito de la alternativa vegana, opina: “somos una especie omnívora. No encontramos todos los nutrientes en una sola fuente. Eso no avala comerse un bife todos los días ni apelar a métodos extractivistas, como la ganadería, 'farmacológica' de feedlot, que a fuerza de aplicar antibióticos abona la evolución artificial de las bacterias antibiótico resistentes, y nos coloca, desde el punto de vista epidemiológico, en la era pre Fleming”.
Aguirre aclara que se siente más identificada con los médicos de pueblos fumigados que con los veganos. Para ella, comer menos cantidad, mucha diversidad y alimentos de cercanía es una manera más efectiva de salvar al planeta. “Mejor comerse un pollo pastoril de Zárate que una banana del Ecuador que tuvo una huella de carbono altísima,” sentencia. E invita a desoír los mandatos de la industria, a recordar que comer es comer con otros. “Comer es un evento colectivo, tan distinto de abrir un paquete con el que sustituís una comida entera mientras caminás por la calle en medio del caos urbano”, dice.
En cualquier caso, los desafíos son grandes: informarnos y saber que lo que la industria –al desnudo o disfrazada de “saludable”– necesita vender no es lo que nosotros necesitamos consumir. Preguntarnos, dentro de esta Babel alimentaria, cómo comer bien en un mundo al que devoramos sistemáticamente y en el que muchos se quedan afuera. Cómo cambiar este esquema de acceso a los recursos y a la comida que se resume en cada vez más para cada vez menos; cada vez menos para cada vez más.
Y zafar de esta ecuación que nos aleja de la utopía de una mesa a todo color, nutritiva, diversa, y en la que quepamos todos.
-María De Michelis es periodista especializada en gastronomía y viajes. Dirigió la revista “elgourmet”. Edita libros de gastronomía para Penguin Random House y Planeta. Escribió, junto con Elisabeth Checa, “Cartas sobre la mesa” (Sudamericana). Dirige el sitio soloporgusto.com.
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